Las elecciones de junio próximo van a ser una medida importante de la profundidad de la crisis de legitimidad que atraviesa la política mexicana. Nunca los comicios intermedios han despertado mucho entusiasmo entre los electores y sus índices de abstención suelen ser bastante mayores que los de las elecciones presidenciales: en 2003 la participación apenas llegó al 41 por ciento, mientras que en 2009 la abstención alcanzó casi el 56 por ciento, menor que seis años antes pero con un notable crecimiento de los votos no válidos, probablemente como resultado del llamado al voto nulo que hicieron diversos grupos. Así, la elección sólo de diputados federales nunca ha movido la emoción popular y si no fuera por la concurrencia de elecciones locales en algunos estados donde el mismo día se eligen gobernadores, seguramente la participación sería todavía menor. Este año, como resultado de las reformas para hacer coincidir todos los comicios locales con los federales, el numero de entidades donde se elige ejecutivo local ha llegado a nueve; a pesar de ello y con todo y las novedades incluidas en la legislación—que ahora permite candidaturas independientes de los partidos—, dudo que las cifras de abstención sean menores a las de hace seis años.
Ya en las elecciones de 2009, el llamado al voto nulo surgió entre ciudadanos de diversas ideologías que sentían que el sistema de partidos desarrollado a partir de las reformas de 1996 se había quedado estrecho y había devenido en una oligarquía reducida a tres fuerzas y sus satélites. Pasados aquellos comicios, como parte de un paquete de reformas finalmente fallidas presentadas por Felipe Calderón, se comenzó a discutir la posibilidad de abrir la competencia a candidatos que no fueran postulados por los partidos políticos. Se trataba no sólo de satisfacer la demanda ciudadana de apertura, sino de cumplir con la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que había condenado al Estado Mexicano en el caso promovido por Jorge Castañeda cuando intentó postularse como candidato independiente a la presidencia en 2006.
Después de un tortuoso camino legislativo, que fue pateando hacia delante la cuestión para evitar que hubiera reforma para la elección presidencial de 2012, por fin en estos comicios se podrán postular candidatos sin partido a diverso cargos de elección, aunque los requisitos son tan absurdamente complejos que el numero de contendientes registrados por ese método será insignificante y sus posibilidades de resultar electos prácticamente nulas, pues los costos de información de las candidaturas sin partido son muy altos: los partidos representan paquetes de información política por medio de los cuales los electores decantan sus preferencias. El solo nombre de un candidato no le dice nada a un votante de a pie, a menos de que se trate de un personaje que cuente ya con un reconocimiento mediático significativo; de ahí que sean personajes como el payaso Lagrimita o algún otro comediante de la misma talla los que logran salir del anonimato en el que de seguro se hundirán los poquísimos que logren remontar los ingentes requisitos necesarios para aparecer en las boletas. Las condiciones de la contienda serán para ellos, además, terriblemente inequitativas, pues ninguno podrá competir con la abrumadora cantidad de recursos con los que cuentan los partidos formalmente constituidos. De ahí que el efecto esperable de estas nuevas candidaturas sobre la participación sea irrelevante.
Tampoco los nuevos partidos parecen tener capacidad real de movilizar electorados significativos entre aquellos que crónicamente no votan o entre aquellos decepcionados de los partidos tradicionales. De hecho, es muy probable que ni Encuentro Social ni los pretendidos humanistas alcancen el tres por ciento requerido para tener representación en el Congreso. Sólo Morena tiene con qué superar la prueba, requisito para convertirse en la plataforma electoral de su caudillo en su tercer intento por ganar la presidencia; sin embargo, el voto del partido construido en torno al carisma de López Obrador será fundamentalmente el de sus ya convencidos, en su mayoría antiguos votantes del PRD. Los efectos electorales de la irrupción del movimiento regeneracionista se harán notar en la representación de la izquierda: la división reducirá sustancialmente las posibilidades del PRD de lograr distritos de mayoría, sobre todo en la ciudad de México, y beneficiará al PAN y al PRI, que se abrirán paso incluso en cotos electorales de fuerte presencia de la izquierda. La irrupción de Morena puede ser especialmente notable en las elecciones delegacionales de la capital, donde la competencia entre los antiguos aliados va a provocar que sobre todo el PAN logre hacerse con delegaciones en las que el PRD ha ganado en los últimos años en competencia cerrada, como Coyoacán o Álvaro Obregón, pero no va a provocar una disminución del abstencionismo.
En cuanto a los llamados al voto de protesta que ya se escuchan entre activistas e intelectuales, es probable que se articulen de nuevo como una expresión electoral significativa. Si bien es cierto que la anulación del sufragio no tendrá consecuencias sobre la integración de la nueva legislatura y que, junto con la abstención, beneficiará al partido que más voto duro suele movilizar —el PRI—, si el volumen de anulación crece notablemente respecto al ya de por sí alto de 2009, puede ser una señal del deterioro de la representatividad de los partidos hoy existentes y del fracaso del sistema de candidaturas independientes, al menos de la manera en la que ahora están reguladas. El voto nulo puede ser, contra lo que muchos dicen, una manifestación política refinada, que usa la vía electoral para mostrar descontento no con la democracia, sino con la cerrazón del sistema político y los fuertes rasgos demagógicos de los que hoy tenemos.
Está, además, la amenaza de boicot electoral lanzada por los grupos radicalizados de Guerrero y Oaxaca. Nunca en la historia mexicana ha habido un llamado de esa naturaleza con probabilidades de éxito. Si en junio el Instituto Nacional Electoral fracasa en la instalación de casillas en regiones completas de los estados donde se escuchan barruntos insurreccionales, la llamada de atención será contundente: la crisis ahí se habrá salido de madre.
En medio de los escándalos de corrupción —investigados más por la prensa extranjera que por la local, tan acomodaticia— de la crisis de violencia y de credibilidad de los políticos en ejercicio y con una economía que renquea, las elecciones de junio pueden ser un escaparate de los múltiples malestares que aquejan a esta maltrecha sociedad. Ojalá la mayoría de los descontentos se expresen con el voto.
Fuente: Sin Embargo