En esta entrega me refiero a la “agenda social” de las reformas constitucionales del presidente López Obrador. Entre otras cuestiones, buscan establecer en la Constitución que la revisión de los salarios mínimos no esté por debajo de la inflación, y dar a los ingresos de muchos trabajadores del Estado (educación, seguridad, salud) el mismo nivel que los salarios medios de cotización del IMSS (unos 16 mil pesos mensuales); otorgar a los jóvenes que no trabajan ni estudian un apoyo mensual de un salario mínimo; obligar al Estado a garantizar atención médica integral, universal y gratuita, incluyendo estudios médicos, intervenciones quirúrgicas y los medicamentos necesarios para garantizar este derecho; otorgar una pensión a las personas con discapacidad y a todos los adultos mayores a partir de los 65 años y finalmente adicionar un párrafo al artículo 4 para establecer la obligación de disponer anualmente del presupuesto, conforme a los principios de progresividad y no regresión, para el ejercicio de todos los derechos asociados a transferencias directas.

¿Quién, en su sano juicio, podría oponerse a esa agenda? El problema no está en las intenciones, sino en la capacidad efectiva del Estado de cumplirlas. Mucho se puede decir sobre cada una de estas reformas, sobre su factura e implicaciones. Por razones de espacio pongo en la mesa solo algunas reflexiones.

Primero, muchas son redundantes. Es decir, los derechos subyacentes ya están en el texto constitucional (el derecho a la salud, a un salario suficiente, a ciertos programas sociales) y sin embargo, en la realidad, las carencias subsisten. Ya sabemos entonces que no basta con reformar.

Segundo, ¿que tan pertinente es llevar la política social de un gobierno a la Constitución? Las políticas públicas son el espacio propio de las decisiones gubernamentales, donde un gobernante realiza su propuesta de cómo lograr los objetivos de crecimiento y bienestar. Llevarlas a Constitución implica suponer que esa solución es la mejor, sin que necesariamente exista evidencia de ello. Por eso es mala idea.

Tercero, para ninguna de ellas se establece la fuente de financiamiento ni las proyecciones de gasto. Sabemos por otro lado que el presupuesto, aunque enorme, deja poco margen de maniobra pues una gran parte ya está comprometida. Se generan así nuevas obligaciones fiscales de largo plazo aunque a ciegas de cómo se van a cumplir. Por el otro lado, se rechaza la necesidad de una gran reforma tributaria. Entonces, ¿a qué jugamos?

Sin duda, a una clara intención electoral. Pero hay algo más delicado. Durante los últimos años intentamos tener una Constitucion en serio, que tuviera derechos y los dotara de contenido y mecanismos de garantía. Sin duda no lo logramos, pero la Contitución dejó de ser solo la lista de las buenas intenciones para volverse algo más. Y ahora, por decisión presidencial, volvemos a soñar.

Fuente: Milenio