Hacia finales de la administración de Felipe Calderón, cuando ya no fue posible ocultar el dolor ocasionado por la supuesta guerra contra el narcotráfico (todavía necesitamos un término que haga justicia a la masacre desatada), quienes trabajamos en el ámbito de los derechos humanos nos encontramos con que los referentes que hasta entonces nos permitían interpretar la violencia de Estado se quedaban cortos en ese contexto.

La grieta que se abrió en aquel momento, que podríamos llamar de crisis del marco de los derechos humanos como discurso autorizado para dar cuenta de la violencia y “traducir” la experiencia de las víctimas a un lenguaje audible para el Estado, se fue cerrando poco a poco a medida que se fue articulando un nuevo régimen discursivo alrededor de la categoría víctima. Al mismo tiempo, la lucha de las víctimas empujó a un Estado lejano y abstracto a responder, creando normas, instituciones, mecanismos, registros, estadísticas, comisiones, mesas de trabajo, y toda una multiplicación de dispositivos que parecieran abarcar el fenómeno, y, sin embargo, están permanentemente rebasados.

No es la intención de este artículo evaluar el éxito o el fracaso de estas políticas, sino señalar cómo el discurso hegemónico sobre las víctimas y las políticas del Estado han producido un efecto de sentido sobre el horror. Es decir, creemos que sabemos y ese saber se convierte en una barrera a los afectos. Sin embargo, el horror persiste mientras se multiplican las formas de la crueldad, incluyendo sus modalidades administrativas o burocráticas, y nuestros paisajes cotidianos se pueblan de fosas1.

¿Qué ocurre entonces con los afectos de quienes se dedican a la defensa de derechos humanos, al acompañamiento a víctimas -con todo lo problemático que puede ser este término-? ¿Por dónde circulan, en dónde se localizan a (por lo menos) catorce años de “pedagogía de la crueldad”2? ¿Cómo se infiltran en nuestros vínculos? ¿Cómo se expresan en el cuerpo? ¿Es posible circunscribirlos para que no invadan todos los ámbitos de nuestra vida? ¿Qué lugar le damos a los afectos y desde qué posición, para no ceder a la tentación de la ganancia secundaria de volverse víctima a su vez? ¿Cómo se reinscribe la violencia en nuestras prácticas, el autoritarismo, la instrumentalización de las víctimas? ¿Qué espacios tenemos para, al menos, hablar de todo esto?

El desconocimiento de la afectividad no solamente tiene costos en la vida personal y en el desempeño profesional de quienes nos dedicamos a esta tarea, sino que nos priva de la posibilidad de acceder a cierta forma de comprensión de la realidad, a un conocimiento normalmente descalificado por los saberes hegemónicos. ¿Cómo podemos fortalecer nuestras estrategias a partir de este conocimiento afectivo, como propone Carolina Robledo3? ¿Cómo podemos llevar a la práctica formas colectivas de lo que Segato llama contrapedagogías de la crueldad? ¿Cómo nutrir nuestro horizonte político con otra forma de hacer vínculos, de resistir en comunidad?

Es como una ola que te estalla en la cara, me escucho decir; pero es una ola que no revienta, sino que te atraviesa y revienta hasta después, cuando no lo esperas¿Qué me sostiene?, me pregunto. La sorpresa de la ternura que aparece de repente en los espacios cotidianos. La chispa… la rebeldía de la gente.

* Ximena Antillón es investigadora en el programa de Derechos Humanos y Lucha contra la Impunidad de @FundarMexico.

Fuente: Animal Político