Hace unas semanas Javier Cercas resumía con la frase que encabeza este artículo la aspiración de buena parte de la sociedad española que con su voto por opciones emergentes como Podemos rechaza a los partidos políticos tradicionales. La idea, minimalista, puede ser adoptada perfectamente como objetivo a alcanzar frente a la crisis moral y política que vive hoy el Estado mexicano. Nada más, pero nada menos.

            En México la política ha sido vista tradicionalmente como una vía para el enriquecimiento personal. En el origen de la organización estatal mexicana ha predominado una moral patrimonialista, heredada de la tradición institucional de la corona española, en la que lo público es considerado como una extensión de lo privado. Mientras que en la tradición anglosajona, después de las convulsiones sociales y políticas que vivió Inglaterra durante el siglo XVII, se desarrollo una concepción de clara separación entre lo público y lo privado, en España y sus dominios pervivió la percepción de que el monarca era el propietario original y, por tanto, podía disponer de sus posesiones de la manera que le diera la gana. En tiempos de crisis la corona solía poner los cargos públicos  a la venta, de manera que quienes los compraban los consideraban una inversión a la que había que sacarle provecho por medio de exacciones destinadas al enriquecimiento personal, no a la mejora colectiva. La historia estatal mexicana ha mostrado una fuerte dependencia de esa trayectoria institucional. Hacerse de un cargo público tradicionalmente se ha visto en México como una vía franca para mejorar económicamente y para ascender en la escala social.

            El Estado mexicano se construyó como una maquinaria en beneficio de las consecutivas elites extractivas que lo han controlado. El aparato estatal, su burocracia, ha sido tradicionalmente concebida como un botín para ser repartido entre los validos y seguidores como premio a su disciplina y su lealtad. El cargo público se ejerce como concesión y la permanencia en él esta sujeta a los avatares de la política, por lo que se le debe aprovechar mientras dure. Así, se le utiliza para hacer negocios particulares. Las facultades gubernamentales se utilizan para favorecer a aquellos que se “mochan”, para utilizar la frase al uso. Los gobernadores y alcaldes otorgan los contratos de la obra pública a sus socios, amigos o parientes a cambio de una tajada; el inspector otorga los permisos a aquellos que le pagan directamente sus gentilezas; el funcionario de la ventanilla acelera el trámite o lo obstaculiza de acuerdo a la generosidad o a la tacañería del solicitante; el camión de la basura recoge la bolsa de desperdicios o la deja a la mitad de la calle según se le de o no una propina. Y cuando no es dinero lo que se da, entonces se tiene que brindar apoyo político: el programa social, la despensa o la lámina de cartón a cambio del voto.

            Nadie en México puede hacer negocios sin protecciones políticas; el éxito o el fracaso en la arena económica ha dependido siempre de la relación del productor con las autoridades políticas —con los funcionarios locales para arreglar las cosas inmediatas y con el gobierno central para las interpretaciones favorables de la ley y para su intervención en los asuntos locales cuando las condiciones lo requieren. La pequeña empresa, excluida del sistema de privilegios corporativos y favores políticos, se ve obligada a funcionar en un estado permanente de semiclandestinidad, siempre al margen de la ley, a merced de funcionarios de segundo orden, nunca a salvo de los actos arbitrarios y sin protección contra los derechos de los más poderosos, casi de la misma manera en la que John Coatsworth describió las condiciones que marcaron el atraso económico del país durante el siglo XIX.

            Nada de lo ocurrido durante las últimas semanas es nuevo. La crisis actual no estalló porque pasara algo que antes no ocurría; siempre hemos sabido en México que los políticos trafican con influencias y mezclan sus intereses con los de los beneficiados por sus actos. Han sido excepcionales los presidentes o los gobernadores que han dejado sus cargos sin grandes propiedades y negocios. La política en México ha sido una vía privilegiada para la acumulación originaria de riqueza. Tampoco es nuevo que las fuerzas públicas se coludan con delincuentes y abusen de su fuerza. A nadie sorprende en México la ineficacia del poder local para contener la delincuencia ni su frecuente colusión con el crimen. La maquinaria estatal mexicana ha sido tradicionalmente depredadora y ha estado al servicio de elites estrechas y estractivas.

Lo nuevo hoy, lo que ha marcado esta crisis, es la sensación colectiva de hartazgo. El horror ante un crimen atroz, uno más de una larga lista de atrocidades a cual más terribles, ha llevado a que una parte importante de la sociedad clame por poner fin a una historia que se repite como pesada carga. Con una amplitud inusitada, sectores importantes de la sociedad mexicana muestran su indignación ante un Estado incapaz de hacer las cosas bien y corrompido en sus entrañas. Un Estado que no es fallido, pero muestra sus fallas a cada momento controlado por  unas elites políticas depredadoras sin visión de largo plazo.

Lo que ocurre hoy en México y marca el clima social es evidencia del fracaso de la coalición que se formó con la reforma política de 1996. La elite política que pactó entonces el fin del monopolio del PRI construyo reglas para turnarse en el poder, pero no modificó las condiciones del reparto. Una pluralidad acotada que no se reflejó en reformas indispensables para transformar la forma tradicional de operación del Estado. Se crearon mecanismos para resolver las disputas por el poder pero no para acabar con la arbitrariedad de su ejercicio. El orden jurídico continuó siendo un instrumento en manos de los poderosos, no una herramienta para garantizar la justicia; la administración pública siguió siendo un botín a repartir, ahora ya no sólo entre los priistas, sino también, por turnos, entre panistas y perredistas. La falta de profesionalismo, la opacidad y la ineficacia se mezclan con la complicidad criminal en amplias franjas de nuestra vida pública.

La crisis actual es la del arreglo alcanzado en 1996, que dejó intocadas la mayoría de las taras históricas del Estado mexicano. La reconstrucción sólo puede ser producto de un nuevo pacto, pero éste ya no puede ser entre los mismos que tan palmariamente han mostrado su fracaso. Los partidos que cerraron en falso la transición del 96 tiene que reconocer que están ante una profunda crisis de legitimidad y que es el momento de una nueva apertura, que incorpore nuevos actores. Con las reglas actuales el descontento en México no se puede ya canalizar por la vía electoral; aquí un partido como Podemos es impensable, pues para existir tendría que obtener su registro con asambleas clientelistas, no con adhesiones ciudadanas.

Para salir de la crisis de legitimidad actual será  necesario llegar a los cimientos de nuestro orden social. Sólo con un orden jurídico aceptado socialmente, reconocido no como algo impuesto por los poderosos para su propio beneficio, sino como un marco justo para la convivencia, podrá el Estado mexicano recuperar la aceptación popular. Sin un Estado legítimo no hay posibilidad de crecimiento, ni de desarrollo ni de distribución. Alcanzarlo implica lograr un nuevo pacto social incluyente que nazca intolerante con la opacidad, la corrupción y la utilización particularista de la ley. Un Estado que rinda cuentas, pero también un Estado con las capacidades técnicas que sólo un servicio profesional bien capacitado le puede dar. Mientras los cargos públicos sean para los amigos y no para los que los obtengan por méritos, la incapacidad estatal seguirá siendo endémica. Si la crisis actual fuerza a la apertura del arreglo y lleva a la reconstrucción democrática y legalista del Estado, entonces habremos ganado. Si no, seguiremos dándole vueltas a la noria de nuestra pesada herencia institucional.

 Fuente: La Silla Rota