Sincericidio es una palabra que no existe en la lengua española, de acuerdo con la Real Academia que gobierna la oficialidad de nuestro idioma. Sin embargo, el vocablo resulta sumamente útil para describir a una persona que se ocasiona un daño a sí mismo, al comunicar en voz alta un pensamiento que debió dejar en su fuero interno. Hace unas semanas el ex presidente Felipe Calderón dio una entrevista (El Universal, 25 de agosto de 2014) con una preocupante confesión de parte. La cita no es un sincericidio flagrante, pero un mensaje preocupante del ex jefe de Estado sobre su interpretación de la ley:

¿Qué opinión tiene sobre los supuestos montajes que se le atribuyen a García Luna, como el caso Cassez o de Rubén Omar Romano? -Inquirió el periodista.

Calderón responde: “No quisiera opinar de cada uno… Es un punto que tiene que ver con ciertos equilibrios; por una parte, hay un gran interés de los medios por conocer y difundir los hechos y, por otra, hay diferencias del auditorio en término de elaboración de las pruebas. Era importante para el éxito de la estrategia que la gente tuviera conocimiento de los avances que tenía el Estado sobre los criminales. En la medida que la gente percibe que quienes van ganando son los criminales, se debilita la capacidad de las agencias públicas de avanzar sobre éstos…

¿Recrear ciertos operativos era para afianzar una estrategia? Revira el entrevistador.

“Creo que no, no tengo la certeza ni la información completa de la recreación como tal, pero independientemente de las estrategias de comunicación o de las de presentación de hechos que son noticiosos. Las evidencias legales no pueden desvirtuarse así como así”.

El montaje de Cassez quedó debidamente demostrado por el trabajo de la periodista Denise Maerker, pero el problema de las afirmaciones de Calderón va más allá que su desdén por los hechos. La justicia es un fin y un medio. El debido proceso de una investigación ante un tribunal no es un accesorio trivial, sino la esencia misma de la justicia. El ex Presidente habla de “diferencias del auditorio” en la elaboración de pruebas. En una frase Calderón convirtió al sistema de justicia en un espectador y a la opinión pública en un tribunal. Las evidencias sí se pueden desvirtuar si se demuestra que son el resultado de una coreografía mediática. El mayor defecto de la lucha del sexenio pasado contra el crimen organizado es que la estrategia se planteó como una batalla entre buenos y malos, y no como un empeño por construir el Estado de Derecho. En una guerra contra el mal, el triunfo depende de cuántos presuntos villanos se han ejecutado o encarcelado. El empeño por construir el Estado de Derecho implica garantizar el respeto a la legalidad, frente a los criminales pero también frente a las fuerzas del gobierno.

El pasado 30 de junio en Tlatlaya, un poblado del Estado de México, hubo un enfrentamiento con un saldo de 22 presuntos delincuentes muertos y un soldado herido. De acuerdo con el testimonio de una testigo difundido por la revista Esquire, sólo una persona murió en la conflagración y los otros 21 fueron asesinados por miembros del Ejército. Si las acusaciones fueran ciertas, los uniformados involucrados decidieron aplicar una versión criminal de la justicia, donde hay Estado pero no hay derecho.

El Ejército mexicano es una de las instituciones más respetadas del país y está conformada por más de 180 mil personas. Una averiguación deficiente o la eventual impunidad de los involucrados sería una merma al respeto que se merece tanto la tropa, como los mandos superiores de la Defensa. Hay 22 muertos y una duda brutal: ¿cómo murieron? Una investigación independiente que permita esclarecer el caso, también ayudará al presidente Peña Nieto a no repetir el error más grande que cometió su antecesor. En un régimen basado en el derecho, la sentencia de culpabilidad sobre un presunto criminal la determina un juez, no un montaje transmitido por televisión o un soldado con el dedo en el gatillo.

@jepardinas

Fuente: Reforma