Es evidente que una buena parte del gobierno mexicano no ha registrado la profundidad de la crisis de confianza pública que está desafiando al país. Es evidente, por las resistencias que están ofreciendo a los cambios que, en último análisis, les beneficiarían a ellos mismos si lograran ganar credibilidad; y lo es, también, por las respuestas rutinarias que están teniendo ante la creciente exigencia ética de la sociedad. No les falta información —que todos tenemos— sino capacidad de reacción. ¿Por qué?
La respuesta más frecuentada y más fácil es que se niegan a actuar, porque ellos mismos son la causa del problema que enfrentan. Y aunque es posible que esta afirmación sea correcta, tengo para mí que arrastran los pies por razones aun más tortuosas que la falta de voluntad política. Propongo tres respuestas alternativas: la primera atañe a la atadura de los juegos estratégicos entre partidos, en plena época electoral: cualquier decisión construida en este momento tendrá consecuencias en los comicios de junio. Y no es cosa nueva que el gobierno calcule cada movimiento en función de los votos que puede ganar o perder. La democracia se mueve despacio, no sólo por los contrapesos entre adversarios, sino por los cálculos tácticos de los jugadores.
La segunda respuesta posible está en las rutinas: los tomadores de decisiones suelen actuar mucho más como máquinas programadas que como creadores de soluciones originales. Aun ante la presencia de problemas inéditos, los gobiernos reaccionan desde sus saberes previamente adquiridos y desde la seguridad de sus espacios burocráticos protegidos. La audacia no forma parte del expediente tradicional y la innovación se produce, acaso, tras haber tropezado mil veces con las piedras de siempre. Es muy frecuente que los altos cargos de la administración pública vivan en situación esquizoide: en privado, son perfectamente conscientes de los problemas que afrontan; pero en sus tareas públicas, siguen haciendo lo mismo.
La tercera está más cerca de las patologías políticas: quienes cuentan con poder suficiente para actuar ante una situación complicada suelen suponer —con demasiada frecuencia— que los problemas se atenuarán con el paso del tiempo y suelen confiar en que sus márgenes de maniobra serán más amplios mañana. Ganar tiempo es, invariablemente, una opción para hacerle frente a las crisis y dejar que “las aguas tomen su nivel” es una frase habitual de los poderosos.
Es una patología, sin embargo, porque hay circunstancias en las que el nivel de las aguas —para seguir la metáfora— ya se está desbordando. Y cuando eso sucede, ni los cálculos partidarios, ni las rutinas administrativas, ni mucho menos las oraciones a Cronos ayudan a resolver los problemas. Por el contrario, cuando ya es demasiado tarde, la tibieza de los primeros momentos se vuelve parte de las restricciones que habrán de sortearse, de todos modos, más adelante.
Con todo, sacar al gobierno del guión conocido no será cosa fácil. Ignoro qué más tendría que pasar para despertarlos, pues las tragedias que está viviendo el país ya son suficientes. Pero quizás las mismas respuestas que explican la tibieza de su actuación produzcan el milagro del cambio si advierten que, de mantenerse en la resistencia, las elecciones se pueden convertir en un plebiscito sobre su honestidad; que sus rutinas burocráticas no están consiguiendo sino refrendar los motivos de la desconfianza social; y que todo el tiempo que empleen para oponerse a la transparencia, la rendición de cuentas y el combate a la corrupción, acabará volviéndose en contra suya hacia el final del sexenio. Extraña partida esta, pues si aplazando las decisiones consiguen desviar los cambios indispensables para recuperar la confianza pública del país, habrán cometido un suicidio.
Fuente: El Universal