En los últimos meses, un número creciente de ciudadanos, independientemente de sus ocupaciones, situación social o afiliación política, ha identificado a la corrupción como uno de los principales problemas que afectan la vida pública en nuestro país.

Más aún, podemos ver cómo este tema es recurrente en el discurso de los más altos niveles de gobierno; se ha llegado a un punto en el que hay coincidencia entre la percepción de vulnerabilidad que tiene la sociedad y el imperativo de actuar que tienen las instancias gubernamentales.

Creo que no se ha insistido lo suficiente respecto a uno de los daños más graves de la corrupción: el efecto que tiene de desvirtuar la naturaleza de los asuntos de interés común, y que deviene por consecuencia en una crisis de legitimidad. Resulta difícil respetar algo en lo que no se cree.

Dado este diagnóstico, el establecimiento del Sistema Nacional Anticorrupción es una buena noticia, ya que la respuesta del Estado mexicano al fenómeno de la corrupción se materializa como una política pública con visión sistémica.

En efecto, la reforma aprobada por el Poder Legislativo abre las condiciones necesarias, que deberán cristalizarse en las leyes secundarias respectivas, para que la fiscalización, el acceso a la información, la evaluación presupuestal y de programas, los sistemas de archivos y la contabilidad gubernamental, interactúen de manera eficiente y efectiva.

Si bien esta iniciativa, y el nivel de consenso con la que fue adoptada, permiten mejores augurios respecto a la interacción y coordinación interinstitucional, es pertinente señalar que, a pesar de los avances que se tendrían con la aprobación de esta iniciativa, hay que evitar la generación de falsas expectativas que hagan pensar a la ciudadanía que el problema quedará resuelto en el corto plazo.

Es por ello que se requiere subrayar que los resultados del Sistema se podrán constatar en el mediano y largo plazos; inclusive, la emisión de las leyes secundarias y el inicio de su implementación tomarán, al menos, un par de años. Como funcionarios, pero también en tanto ciudadanos, debemos abstenernos de pensar que problemas estructurales se pueden solucionar con acciones efectistas o inmediatas.

Con el fin de asegurar que los siguientes pasos no se alejan del propósito original de la reforma constitucional, es recomendable que se abran espacios de participación en los que las organizaciones de la sociedad civil, la academia, las agrupaciones empresariales, así como las entidades y dependencias públicas involucradas sigan aportando su visión y perspectivas, respecto a un asunto que nos atañe a todos.

Al margen de estas consideraciones, debemos reconocer que el SNA es un signo de un nivel de conciencia distinto. Esto significa que, a la par de los cambios legales necesarios, hagamos un espacio para reflexionar respecto a la relevancia que tienen los principios y valores éticos en la convivencia. La honestidad, el predicar con el ejemplo o el compromiso social, son conceptos desgastados, pero que pueden recobrar su verdadero significado. ¿Por qué no tener la voluntad de empezar con ello hoy mismo?

Fuente: El Universal