Las memorias Jesús Silva Herzog Flores ofrecen una síntesis insuperable sobre la importancia que México otorga a su petróleo. Cuenta el ex secretario de Hacienda que, en plena negociación sobre el complejo tema de la deuda externa con el secretario del tesoro estadounidense, Nicolas Brady, recibió una curiosa proposición: reducir la asfixia financiera por la que estaba atravesando nuestro país a cambio de que la industria petrolera mexicana se abriera a la inversión privada.

Rápido de mente, Silva respondió que estaría dispuesto a considerar la oferta siempre y cuando los estadounidenses quisieran cercenar el ala derecha del águila que ostenta su respectivo escudo nacional. Fin de la discusión.

Un hecho similar volvió a ocurrir cuando comenzaron las negociaciones para la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Ante la petición del gobierno mexicano para que dentro del paquete de integración económica fuese incluido un capítulo migratorio, similar al que existe en la Unión Europea, los vecinos respondieron que estarían de acuerdo siempre y cuando México accediera a discutir la apertura petrolera. La respuesta fue fulminante: ¡el petróleo no se toca! ¿Cuántos mexicanos han tenido que padecer desde entonces una vida indigna por su situación ilegal en los Estados Unidos? Pasado el tiempo debe aceptarse que este hidrocarburo es más importante que nuestra propia gente; al menos que centenas de miles de migrantes.

No hay otro asunto que despierte más pasiones entre la sociedad mexicana que el de la propiedad del petróleo y el proteccionismo de la industria energética. Por razones que solo la historia puede explicar, algo más que un recurso económico se juega en esta discusión. Como bien significó Silva Herzog, se considera por muchos clave fundamental de nuestra identidad.

Falso resultaría afirmar que todos los mexicanos coincidimos en el mismo punto; durante los últimos años, la opinión pública mexicana se ha dedicado varias veces a explorar los distintos argumentos. Más allá de las descalificaciones de corte ideológico, razonamientos de diversa naturaleza han logrado mover adeptos hacia cada lado. De ahí que, en vez de unanimidad, hoy lo que la reforma energética despierta es franca polarización. En un extremo y otro se colocan voces que aseguran tener la verdad y una versión definitiva sobre los traidores que no concuerdan con ella.

Dadas estas circunstancias, cabe preguntarse si la reforma energética propuesta por el presidente Enrique Peña Nieto puede resolverse a través del cauce legislativo tradicional. Estando tan ardientes los tizones, resulta difícil imaginar que las voces derrotadas por el voto parlamentario aceptarían, sin más, el veredicto de las y los representantes populares.

A partir de esta hebra de reflexiones es que no se presenta como descabellada la propuesta de someter a referéndum la iniciativa energética del presidente. Ya otras naciones han resuelto fracturas tanto o más graves a partir de este mecanismo. Cabe recordar, por ejemplo, el referéndum español a propósito del ingreso a la OTAN o el chileno sobre la continuidad del gobierno pinochetista.

Estos expedientes fueron, en su día, también razón polarizante en sus respectivas sociedades. Se fracturaron las familias, los periodistas, los intelectuales, los grupos económicos, los sindicatos, y todo el largo etcétera social. Sin embargo, el instrumento terminó legitimando una decisión fundamental y los pueblos referidos pudieron dar vuelta definitiva a la página. ¿Quién en España hoy debate la pertinencia de pertenecer a la OTAN? ¿Quién en Chile duda sobre el acierto de haber sometido al voto popular la continuación del régimen golpista?

Así las cosas, se antoja acertado imaginar que, en México, un dilema tan peculiar como la apertura petrolera pudiera resolverse a través de un referéndum. El mecanismo funciona porque plantea una pregunta puntual a la que solo se puede responder con un simple sí o no.

En este caso la interrogante habría de ser a propósito de la propuesta energética de Peña Nieto; ninguna otra. No se trata de preguntar si queremos cortar un ala al águila de nuestro escudo nacional o si deseamos que PEMEX sea la empresa petrolera número uno en el mundo. El referéndum acota el dilema y mejora la posibilidad de zanjar la fractura. En cambio, las otras soluciones – la consulta o el plebiscito – harían más daño que bien porque abrirían la discusión política al infinito.

Fuente: El Universal