Informa el Economic Policy Institute que una gran cantidad de países en el mundo han entrado a una institucionalidad (y un debate) que durante cuarenta años había estado arrumbado en los baúles de la teoría económica, ya saben, salarios y en especial los salarios mínimos.

Haciendo un recuento global de este hecho, subrayaba que casi una centena de países han instaurado nuevas políticas de salarios mínimos en busca de su recuperación (extrañamente, no atienden el caso mexicano) y adelantaban algo más: “conforme avanza la investigación, se observa que la política de recuperación es, al mismo tiempo, una política de consolidación estatal: importa incrementar los salarios e importa también y mucho, cómo se hace y cómo se garantiza su mantenimiento en el tiempo”.

Desde 2015, nuestro país se embarcó por fin en esa senda y ha tomado dos medidas desencadenantes (literalmente, desencadenantes). En primer lugar desindexó (desencadenó) al salario mínimo de miles y miles de precios a los que se le había atado deliberadamente, para mantenerlo sometido y estancado. No está de más recordar de donde venimos: si subía el salario mínimo, automáticamente, subían miles de costos, tarifas, cuotas que se relacionaban así: “pagarás tantos salarios mínimos”, lo que convertía cualquier alza importante en un hecho irremediablemente inflacionario.

Fue un consenso (sí, un acuerdo plural, muy negociado) en el Congreso de la Unión lo que posibilitó esa liberación y fue el requisito sine qua non para que por fin -luego de varias décadas-, el Presidente López Obrador emitiera, sin riesgo alguno, varios decretos que duplicaron al salario mínimo y un poco más (117 por ciento de 2019 a 2024). Una medida correcta, justa y también histórica. El problema es que venimos de tan abajo, que la medida resulta aún insuficiente: a los trabajadores que ganan el salario mínimo les alcanza -por fin- para desayunar, comer y cenar, al trabajador y a un dependiente, con 96 pesos que le sobran ¡para todo lo demás! Transporte, vestido, luz, gas, etcétera. De esos niveles de sobrevivencia estamos hablando: con todo y el aumento de salario mínimo en este sexenio y de la salida de la pobreza de 5.1 millones de personas: la mayoría de mexicanos otea entre miseria y el estatus oficial, de no pobreza.

La pregunta, para candidatas y candidato presidenciales, durante los próximos años ¿cuáles son los pasos que siguen para alcanzar un nivel de remuneraciones que construyan y consoliden una robusta clase media? ¿cuál es la meta y en que plazo? En lo sucesivo ¿Cómo se negociará la recuperación sostenida del salario mínimo y de las escalas adyacentes pasada la elección?

Aquí se presentan, al menos dos definiciones obligatorias para el siguiente sexenio: México dejará de ser una economía que base su “competitividad” en los salarios deprimidos. Y la inflación no puede ser combatida -siempre y en cualquier coyuntura- abatiendo empleo y salarios.

Esto es especialmente urgente ahora, porque el bono demográfico se está acabanco, y la ventaja de tener dos ingresos que mantienen un solo hogar, se esfumará al cabo del 2030. Por eso: es ahora o nunca.

Estoy hablando de un propósito nacional, histórico, masivo. De un esfuerzo productivo que requiere el acuerdo de trabajadores (rigor y compromiso con la empresa) y de los patrones: la competividad no descansa en la miseria laboral.

Lograrlo requiere más representatividad, más transparencia, más seriedad técnica y por supuesto superar al presidencialismo… también en materia salarial, porque en última instancia se trata -aquí- de una acuerdo entre el capitalismo y la democracia.

Fuente: Crónica