El clamor del título de esta nota ha sido el lema de quienes formamos hace casi una década la Red por la Rendición de Cuentas, un mecanismo de articulación de esfuerzos académicos e institucionales para acabar con la corrupción y la irresponsabilidad gubernamental, así que contra quienes hemos estado involucrados en ese esfuerzo no aplica la necedad, repetida por los prosélitos de la actual coalición de poder y por los sicofantes al servicio de la propaganda gubernamental, de que se critica a la pretendida transformación mientras se guardó silencio respecto a los desmanes del pasado.
La falta de rendición de cuentas ha sido un mal endémico de la política mexicana, donde la corrupción ha sido parte del arreglo institucional. El régimen del PRI se caracterizó por su patrimonialismo, sus redes de complicidad y por su captura de las rentas estatales como botín particular. Eso es bien sabido y fue el centro de buena parte de la crítica opositora a derecha e izquierda.
Los panistas de la “leal oposición” señalaron una y otra vez los males de la corrupción durante los tiempos del monopolio priista, mientras ellos se presentaban como el partido de la decencia, término que acabó significando en México, por analogía con las concepciones morales de buena parte de los líderes de Acción Nacional, mojigatería. Sin embargo, cuando llegaron al poder los panistas de la nueva oleada, aquellos que habían abordado al antiguo partido católico en los años ochenta del siglo pasado después de la ruptura empresarial con el PRI, provocada por la expropiación bancaria, poco hicieron para desmontar el sistema de botín y por garantizar la rendición de cuentas, aunque al menos fue entonces cuando se comenzó a construir un sistema nacional de transparencia.
El Gobierno de Peña Nieto llevó al límite la falta de responsabilidad política y la utilización patrimonialista del poder público. Aun entonces, precisamente por la presión de la sociedad civil organizada, se fue abriendo paso un endeble sistema nacional anticorrupción que, sin embargo, logró el fortalecimiento de la Auditoría Superior de la Federación como órgano autónomo.
Los cambios incrementales logrados durante los 18 primeros años del siglo, durante los gobiernos del llamado despectivamente “régimen de la transición” por un pretendido intelectual oficialista bastante copión del discurso del ahora derrotado líder del partido español Unidas Podemos, no fueron suficientes para desmontar el sistema de complicidades entre empresarios rentistas y políticos que ha caracterizado a la gestión de la obra pública desde los orígenes del Estado mexicano. La promesa central del actual Presidente de la República, repetida durante todos los años en los que estuvo en campaña, fue romper con el contubernio. Todo lo avanzado hasta entonces merecía su desprecio, pues él iba a acabar con la colusión simplemente con su superioridad moral y su ejemplo.
Lamentablemente, su oferta nunca tuvo sustento en los hechos. Durante el Gobierno de López Obrador en la Ciudad de México la opacidad y los contratos otorgados a dedo fueron práctica común, como lo han sido en lo que va de su Gobierno nacional. Nada sostiene sus dichos de que las cosas ya no son como antes. El rentismo y el patrimonialismo siguen siendo el modus operandi de la acción gubernamental cuando de construir infraestructura se trata, con las Fuerzas Armadas como el socio que ha recuperado su paquete accionario del botín estatal, mientras que se usa el subterfugio de las inercias del pasado para justificar la inepcia del presente.
Nada ha cambiado durante este Gobierno en la esencia del Estado mexicano: ineptitud, complicidades entre las empresas contratistas y los funcionarios y apropiación privada de los recursos públicos. Estamos donde siempre, por más que se dé el Presidente baños de pureza. Incluso los tentaleantes avances en transparencia, rendición de cuentas y combate institucional a la corrupción están en riesgo por el desprecio presidencial a todo lo que no sea producto de su voluntad.
El Gobierno de Ciudad de México es, no cabe duda, una extensión de la gestión presidencial, como en los tiempos en los que en lugar de una autoridad electa existía un “regente”. Nadie duda de la disciplina y la lealtad al Supremo de Claudia Sheimbaum, su fiel escudera en eso de la obra pública desde los tiempos de la construcción del destructivo y horrendo segundo piso del Periférico. Ya como Jefa de Gobierno, Sheimbaum ha sido cómplice del Presidente no solo en la construcción sin transparencia, sino en la austeridad demoledora de capacidades estatales, en nombre da la cual el presupuesto del Metro ha sufrido durante su gestión una reducción significativa.
En el caso de la gestión capitalina, el pretexto de la herencia del pasado se hace añicos porque al menos desde el año 2000 ha sido la misma camarilla lopezobradorista, con sus redes de clientelas y complicidades, la que ha gobernado, aunque durante el sexenio de Miguel Ángel Mancera haya sido relegada a la gestión periférica. Durante estos aciagos 20 años ninguna reforma sustantiva de la administración pública local ha ocurrido. Solo el signo de la tacañería ha marcado el deterioro de los servicios públicos. El contradictorio barniz de modernidad que le quiso imprimir a su gestión Marcelo Ebrard, brillante frente a la grisura del Gobierno local del ahora Presidente de la República, quedó tiznado por el fiasco de su obra magna, precisamente la ahora colapsada Línea 12 del Metro.
El hundimiento de esta semana es trágico por las vidas humanas perdidas y por el dolor de las familias afectadas, pero también lo es porque refleja la podredumbre estructural de la organización estatal que no ha cambiado un ápice desde que gobiernan los de ahora, los mismos de siempre, con las mismas prácticas de los viejos tiempos, a las que se han añadido la racanería y el fariseísmo que marcan el estilo personal de gobernar del actual señor del gran poder y el autismo de las autoridades locales, incapaces de ver lo evidente. El tramo caído de la Línea 12 es muy usado por varios de mis alumnos de la UAM; desde hace meses, me dicen, al pasar por ahí se sentían vibraciones y crujidos que señalaban que algo estaba muy mal. Solo las autoridades no lo notaron.
Seguimos sin que nadie rinda cuentas, ni políticas ni judiciales. En cualquier democracia avanzada, después de la cadena de desastres ocurridos durante su gestión en el Metro, con incendios, choques y cierres durante semanas de las líneas principales del tren, la señora Serranía debió salir, contrita, a renunciar de inmediato, simplemente como reconocimiento de su incapacidad manifiesta, antes de saber si tiene o no responsabilidad en lo ocurrido. Aquí, en cambio, nadie renuncia. Siempre se anuncia el deslinde de responsabilidades que casi nunca llega o recae en funcionarios de segunda clase. La culpa nunca es propia: o es del pasado o es producto del sino fatal, como el Presidente ha justificado la aberrante gestión de la pandemia y su casi medio millón de muertes. Por más que se llenen la boca, nada ha cambiado. Es el mismo Estado sin reforma de fondo gestionado por los mismos irresponsables, ineptos y transas.
Por: Jorge Javier Romero
Fuente: Sin Embargo