Los nuevos gobernantes deben estar convencidos de que la democracia no consiste en acumular el poder, sino en distribuirlo
En 6 años el ejercicio unipersonal de la Presidencia ha deformado y convertido al Ejecutivo en el gestor único de facultades administrativas, políticas, judiciales, legislativas, locales y municipales. Las consecuencias negativas de ello pueden constatarse en el retroceso de la salud pública, el desabasto de medicamentos; el desplome de la seguridad con más de 186 mil asesinatos y la mediocridad de la educación que hoy rehúye participar en pruebas internacionales para medir conocimientos básicos.
Las obras insignia de este gobierno como el Tren Maya, el AIFA y la Refinería Olmeca, todas ocurrencias personales de dudosa justificación, gravitan deficitariamente en el presupuesto federal. Además de duplicar o triplicar su costo, carecen de rentabilidad suficiente que les dé certeza operacional y las haga autosostenibles.
La Presidencia hoy es disfuncional y ha dejado de ser una solución a los problemas nacionales, para convertirse en parte fundamental de ellos, es preciso plantear la necesidad de un gobierno colegiado que promueva los cambios necesarios en la estructura constitucional de la Presidencia.
El primer paso es prever en la Constitución una coalición obligatoria en la que todas las fuerzas políticas estén representadas y dispuestas a la conciliación y la unidad para construir un ambiente que supere la polarización y se proponga lograr eficiencia gubernamental. Sin ese pre-requisito todo intento estará condenado al fracaso.
También es necesaria la revisión profunda del pacto federal. Muchas de las facultades de los estados y municipios han sido absorbidas por la federación a través de leyes nacionales o de la ampliación de facultades federales en la Constitución.
El tiempo ha terminado por evidenciar las limitaciones y riesgos de la presidencia imperial y hoy vemos el agotamiento de una estructura pseudofederal y pseudo-republicana que sólo acentúa la asimetría entre la federación, los estados y los municipios.
Actualmente el poder presidencial impone su criterio sin ningún contrapeso y hace a un lado incluso a la administración pública hasta casi desaparecerla. Es necesario que los integrantes del gabinete tengan un peso específico en la toma de decisiones y sean capaces incluso de oponerse a las propuestas del Presidente, involucrando en la discusión a órganos colegiados compuestos no sólo por el Poder Legislativo sino por especialistas de los principales centros de estudio del país.
Otro de los ejes de una reestructura a fondo requiere poner freno a la generación caprichosa de déficit y contratación de préstamos que endeudan irresponsablemente al país. El endeudamiento debe promover el desarrollo y la generación de oportunidades, no disfrazar el gasto corriente ni destinarse a cubrir pasivos.
Lo mismo ocurre con la necesaria redistribución del presupuesto. Hoy la mayor parte de los impuestos van directo a las arcas de la federación; sólo falta que ésta absorba también el predial y las multas de tránsito o asuma el control de las policías municipales y estatales, para que la centralización imperial y disfuncional sea absoluta.
Además, este nuevo esquema debe promover no sólo la división de poderes, sino su separación, de tal modo que se garantice un verdadero equilibrio republicano. Ello requiere un Poder Judicial fuerte y la simplificación de los requisitos para que la Corte declare la inconstitucionalidad de leyes.
Finalmente, debe fijarse una política que transparente los programas sociales y establezca como delito su uso electoral, como sucede cuando los “siervos de la nación” acuden a los domicilios uniformados con los colores y distintivos del partido en el poder.
El reto es enorme, requiere no sólo el esfuerzo sino la voluntad política de todos los partidos. Independientemente de quien gane las elecciones, los nuevos gobernantes deben impulsar estos cambios convencidos por la premisa de que la democracia no consiste en acumular el poder, sino en distribuirlo.
Fuente: El Universal