Con frecuencia se ha dicho en los últimos años de violencia escalada y territorios controlados por organizaciones criminales que el Estado mexicano es fallido. Se trata, sin duda, de una exageración, pues el término es aplicable en sentido estricto a los Estados que son del todo incapaces de ejercer su dominio y que si bien no son desplazados por una organización sustituta, no pueden imponer el orden en casi ningún ámbito ni son capaces de brindar los servicios básicos que les corresponden. No es el caso mexicano, donde existe una extensa presencia estatal y mal que bien los servicios estatales se prestan. Sin embargo, si no es fallido, el Estado en México presenta enormes fallas que le han llevado incluso a replegarse en zonas importantes del país, y aunque es cierto que ha sido en la última década cuando más se ha hecho notar la incapacidad estatal, el hecho es que se trata de un problema que tiene que ver con la forma misma en la que se institucionalizó el poder político en el país.

La historia de la construcción estatal en México ha sido larga y tortuosa. Después de la independencia pasaron casi cincuenta años, entre 1821 y 1867, para que finalmente comenzara a consolidarse una organización social con ventaja en la violencia capaz de controlar todo el territorio nacional y en realidad no hubo un auténtico Estado nacional con capacidad de imponer sus reglas en todo el territorio sino después de la llegada al poder de Porfirio Díaz en 1877. Fue entonces cuando finalmente terminaron las amenazas de escisión de territorios y cuando llegó el control estatal hasta el último rincón del país.

Formalmente, se trataba de un dominio legal basado en la Constitución de 1857, pero en la realidad no fuero las normas legales las que lograron la aquiescencia de los caudillos, intermediarios y caciques que ejercían el poder en las diferentes regiones, sino la aceptación del arbitraje personal de Porfirio Díaz y sus aliados. El poder estatal en México no se consolidó sobre la base del dominio legal—racional, sino a partir de una serie de pactos basados en la lealtad y la reciprocidad, los cuales implicaban interpretaciones particulares de una legislación que aparecía como lejana y ajena a la realidad, por lo que era indispensable negociar la desobediencia de los grupos particulares con tal de mantener la paz y el orden que conducirían al progreso.

El Estado mexicano se consolidó, así, no como un espacio institucional basado en un orden jurídico eficaz y de aplicación general sino como un conjunto de pactos particulares, donde los agentes gozaban de una enorme autonomía para interpretar de forma discrecional las leyes y aplicarlas de acuerdo con sus propios intereses y los de sus clientelas: a los amigos, aliados y validos, gracia, justicia y tolerancia, mientras que a los enemigos irreductibles la ley se les aplicaba incluso con exceso. El poder político se ejercía de manera privada y consistía en un proceso permanente de negociación personalizada, sutil, donde se mezclan dosis de convencimiento con otras de amenaza; la estabilidad nacional se jugaba muchas veces en esos procesos de negociación de la desobediencia. Era en esos los entretelones del poder, donde se resolvía,  se anticipa o desactivaba el conflicto, en una especie de nivel medio entre las posibles situaciones extremas: el respeto escrupuloso de la ley y el uso abierto y continuo de la fuerza estatal.

La existencia de un orden jurídico universal a partir de la Constitución de 1857 fue en la realidad una ficción aceptada, como la llamó François Xavier Guerra. Sin embargo, la gran debilidad de ese arreglo era que dependía demasiado de la aceptación del arbitraje final de Porfirio Díaz y resultó tan frágil como la inmortalidad del caudillo. Con su decrepitud, el edificio se derrumbó como castillo de naipes y cuando finalmente, después de 20 años de guerra e inestabilidad, se pudo reconstruir una organización estatal con capacidad para controlar todo el territorio e imponer sus reglas, ésta basó su operación en un nuevo pacto que recuperaba la manera de hacer las cosas que el Porfiriato había desarrollado. La estabilidad se alcanzó de nuevo cuando se aceptó que cada presidente de la república fuera igual que Porfirio Díaz peros sólo por seis años.

El orden de la época clásica del régimen del PRI fue una reedición del orden porfiriano en lo referido al cumplimiento de la ley: pactos particulares y negociación permanente con los grupos relevantes y los poderes fácticos. De nuevo, la Constitución como ficción aceptada y los equilibrios basados en los pactos de reciprocidad y lealtad personalizada. Caciques, políticos locales, líderes agrarios y sindicales, jefes de las zonas militares, todos con capacidad de interpretar la ley y gestionar su aplicación en sus ámbitos de competencia. El régimen posrevolucionario resolvió su problema de agencia con base en los mismos mecanismos patrimoniales característicos de la trayectoria institucional heredada: el ejercicio privado del poder en nombre del Estado nacional.

Si bien la presencia estatal llegaba hasta el último rincón del país, el grado de arbitrariedad con el que se ejercía el poder era grande y a su sombra medraron los intereses particulares, incluidos los de los delincuentes que lograban la protección política para sus actividades. No es extraño, entonces, que haya sido al amparo de los órdenes locales que se desarrollaran las actividades de los carteles de narcotraficantes, y fue cuando ese orden comenzó a disolverse sin que fuera sustituido por un control basado en la aplicación de la ley por parte de los agentes del Estado cuando la violencia escaló de nuevo.

La incapacidad actual de las autoridades formales para mantener la paz y garantizar la vida y la propiedad de las personas en grandes zonas del país, al grado de que en Michoacán ahora como antes en Chihuahua y todavía en Tamaulipas se pueda hablar de una falla generalizada del Estado, se debe a que desde los orígenes el poder político en México ha sido resultado de negociaciones particulares y de aceptación de la debilidad estatal para imponer el orden sin aceptar un alto grado de desobediencia de la ley. Tiene razón Renato Sales, fiscal encargado de echar andar una nueva estrategia antisecuestro, cuando señala que el problema escaló por razones políticas, que provocaron la falta de coordinación entre autoridades locales, estatales y federales.

Más allá de los estragos provocados por la guerra contra las drogas, política pública errada como ninguna y que hoy está en proceso de revisión en todo el mundo, la escalada de violencia y pérdida de control estatal que vive el país hoy, con episodios propios de una guerra civil, es producto de la descomposición de un orden político que tuvo siempre como mecanismo de pacificación la negociación de las desobediencias particulares y uso privado del poder derivado del Estado en beneficio de intereses particulares. La reconstrucción del poder estatal en bastas zonas del país va a tardar tiempo y requiere de un nuevo acuerdo nacional para que nunca más el orden se imponga con base en la negociación privada de la ley.

Fuente: Sin Embargo