La simulación es una versión sofisticada de la mentira. Su nomenclatura popular es hacerle al cuento. Si bien no es exclusiva suya, lo cierto es que al gobierno le sale muy bien precisamente cuando hace como que gobierna. La desconfianza, por su parte, es un catalizador del fracaso. Es de una capacidad destructiva sorprendente, toma un universo de posibilidades y lo reduce a un manojo de opciones, todas siempre limitadas y teñidas de insatisfacción. La desconfianza va dejando por ahí fracasos, amarguras y robando tranquilidades.
Cuando uno se pregunta de dónde salieron el IFE, el IFAI, la CNDH y un largo etcétera la respuesta está en la dupla: simulación-desconfianza. Sánchez Andrade (Construyendo legitimidad y confianza, 2009) nos dice que la teoría ofrece, al menos, dos tipos de razonamiento detrás de la creación de órganos autónomos: uno tiene que ver con criterios de eficiencia y efectividad del gobierno; otro con la búsqueda por aislar ciertas funciones estatales de las intervenciones del Ejecutivo y las presiones políticas o de poderes de facto. En México, además, existe la ficción de que lo ciudadano es el antídoto a la descomposición de lo político, de lo gubernamental. Pero ese es un planteamiento dicotómico, esencialista y sesgado. En suma, falso, pues en todas partes se cuecen habas y los garbanzos de a libra también están en el gobierno.
De cualquier forma concedamos que la “ciudadanización” y creación de instancias autónomas no son sino esfuerzos por enderezar el rumbo de lo público. Inventados para evitar la simulación y para controlar la desaforada desconfianza de todos contra todos dentro y fuera del sistema, los organismos autónomos requieren de especial legitimidad para su buen funcionamiento. Contrario al cálculo que hacen los políticos (o muchas veces debido a él), si estas instituciones no cuentan con arraigo y respaldo social simplemente tendrán márgenes muy reducidos para su actuación.
Pues bien, hace menos de un mes se promulgó una reforma constitucional que dota de autonomía al IFAI. Ahora tendrá condiciones de órgano nacional y de él se espera aporte soluciones consistentes a problemas críticos de opacidad que persisten en el país. Jacqueline Peschard lo ha definido como un tribunal máximo de la transparencia mientras otros señalan que bien podría ser el órgano rector nacional de las políticas en materia de transparencia. Dicho sin tapujos, el IFAI será tan importante que enfrentará resistencias en ocasiones feroces. Para ello, su legitimidad se convierte en un capital no sólo valioso sino indispensable.
De cara a ese futuro, por el momento el Senado está en pleno proceso deliberativo para decidir si ratifica o remueve a los actuales comisionados del IFAI. Es público y —de hecho aun más— notorio que el IFAI vive una crisis política a su interior. También lo son las críticas al propio presidente del Instituto levantadas por voces de diversos sectores. No me detengo ni doy por válidos los cada vez más crecientes rumores desde dentro del Senado y otras instancias de la existencia de una orden de la Oficina de la Presidencia para que el PRI asegure la ratificación del comisionado Laveaga incluso sin tener una valoración objetiva de su gestión. Aclarada su condición, estos rumores son de tal intensidad y provienen de tan diversas fuentes que, en su caso, serán punto de contraste con las razones del Senado.
Y será precisamente con sus razones con lo que podremos valorar si el Senado apunta a la autonomía para proteger y aislar al IFAI de intereses particulares y evitar su captura dotándolo de arraigo social para contar con fuentes de inteligencia y conocimiento. El escenario opuesto es el de la paradoja, que los nombramientos de la instancia que busca contribuir a erradicar la simulación y la desconfianza terminen siendo resultado de un proceso en el que sólo se le haga al cuento con cargo a la sospecha.
El autor es director ejecutivo de Fundar