Aunque pasó casi inadvertida, la conmemoración titulada: “IFE: 23 años de historia democrática” fue, en realidad, una ceremonia luctuosa. Lo fue, porque la vida de ese instituto ha concluido antes de llegar a su vigésimo cuarto año, para dar paso a una cosa nueva: el Instituto Nacional Electoral, cuyos perfiles todavía no están definidos, cuyas normas tendrán que completarse sobre la marcha y cuyos futuros integrantes serán designados durante los próximos días. Se acabó el IFE y con él, un periodo completo de la historia política mexicana.

El IFE fue en octubre de 1990, cuando nació, la respuesta del régimen a la desconfianza labrada en las elecciones de 1988 y en los episodios previos que renegaron de la pluralidad política que ya se había instalado en el último tercio del siglo pasado. Pero fue, al mismo tiempo, el lugar privilegiado de los encuentros entre las fuerzas opuestas y la casa donde se construyeron los principales acuerdos que le darían curso y sentido a la transición democrática mexicana. Con el IFE como telón de fondo, entre las elecciones de 1991 y 1994 hubo varias reformas electorales que compendiaron esas dos caras del mismo fenómeno: la desconfianza en los procedimientos vigentes y los acuerdos sucesivos para limarla.

A la llamada “Feria de las Desconfianzas”, según la afortunada expresión de Jorge Carpizo, siguió una y otra vez la celebración de los repetidos “pactos de la Moncloa” a la mexicana. Ya en el 94, gracias a la conformación de un grupo de seis ciudadanos que desde el Consejo General del IFE le haría a México el enorme servicio de imprimirle legitimidad democrática, racionalidad política y serenidad pública a una situación que amenazaba con salirse de todos los cauces. Y en el 96, luego del reconocimiento de las inequidades que marcaron la competencia que llevó a Ernesto Zedillo a la presidencia, con la salida del gobierno federal de las decisiones electorales y del renuevo de aquella casa, a partir de la autonomía constitucional.

El IFE no dejó de ser el lugar donde se expresaron las disputas políticas y los desencuentros, pero fue también donde se construyó el nuevo régimen político del país y donde se fraguó la idea –a un tiempo cándida y necesaria– de que los órganos autónomos, dirigidos por cuerpos colegiados e integrados por ciudadanos garantes de la imparcialidad, podían ofrecer una alternativa para arbitrar el inevitable conflicto entre fuerzas políticas enfrentadas.

Esa idea dio lugar a la ilusión de las cosas logradas, entre otras razones, por la consolidación de la credencial para votar con fotografía, el servicio profesional electoral, la promoción de la cultura democrática a gran escala y los obstáculos interpuestos al dinero mal habido por los competidores de la contienda –como sucedió con los casos del Pemexgate y de Amigos de Fox–. Pero lo fundamental lo decidieron los electores con los resultados de las contiendas de 1997, 2000 y 2003, marcadas sucesivamente por el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas en el DF, la alternancia en la Presidencia de la República y el renuevo del gobierno sin mayorías.

Luego vendrían los nuevos conflictos políticos generados antes, durante y después de la contienda del 2006. Pero el IFE siguió siendo la casa donde habrían de encontrarse, también, las únicas salidas posibles: el espacio político disponible para darle curso a los desencuentros y producir alternativas pacíficas. Fue el IFE al que se llevó la nueva regulación que quiso limitar el poder de los medios y poner nuevos frenos a las deslealtades financieras de los partidos. Y muy a despecho de los sinsabores de las elecciones del 2012, fue también en el IFE donde se situaron los nuevos arreglos políticos para dar paso a otra historia, la del INE, cuyo destino es todavía incierto.

Con todo, ya nadie podrá cambiar lo que sucedió en poco más de 23 años de vida del IFE. Que en paz descanse la casa donde nació, a pesar de todo, la joven democracia de México.