Hace algunos días entraron en vigor las reformas a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal que desaparecen a la Secretaría de la Función Pública. Esto último sucederá hasta que el Constituyente Permanente apruebe la creación de la Comisión Nacional Anticorrupción (CNA), iniciativa que fue presentada por los grupos parlamentarios del PRI y el PVEM del Senado en noviembre del año pasado y cuyo análisis iniciará próximamente. El tema generará un amplio debate que puede vaciar rápidamente de sustancia un tema crucial en el diseño institucional del país. Por ello conviene reflexionar lo que está en juego.
La corrupción es un fenómeno sistémico y generado por causas tanto institucionales como sociales. Implica la existencia de redes muy complejas de intereses en las que participan actores públicos y privados. Para erradicarla se requiere construir un conjunto de instrumentos y políticas que, usados de manera coordinada, sostenida y focalizada, tengan la capacidad de incidir en la situación existente. No existe una bala de plata que acabe con el mal.
Desde hace décadas los diferentes gobiernos han intentado sus propias recetas, ninguna realmente eficaz. En particular durante los últimos años el aparato burocrático responsable de combatirla, encarnado en la Secretaría de la Función Pública, desplegó enormes recursos que dieron magros resultados. De acuerdo con las pocas cifras disponibles, la mayor parte de las sanciones aplicadas se originaron en faltas procedimentales o disciplinarias, y no en actos de corrupción. A cambio de esto, la acción administrativa se paralizó.
El nuevo gobierno lanzó su propuesta: crear una Comisión Anticorrupción que, inspirada en la experiencia internacional, pueda incidir en este fenómeno. El lugar común ve en la CNA la institución que sustituye a la SFP y subraya que su éxito dependerá de su capacidad de imponer sanciones, incluso penales, a los corruptos. Esta es una visión limitada y profundamente errónea. La corrupción es un fenómeno complejo que no se elimina persiguiendo personas.
El proyecto de Peña Nieto es más complejo y supone un nuevo modelo de responsabilidades. Así, por un lado, las reformas a la administración establecen un modelo en el que cada secretario o director de organismo será el responsable último de la gestión de su dependencia, con el apoyo de una unidad de auditoría preventiva. Éstas desempeñan, en apretada síntesis, tres funciones críticas: el control interno para la mejora de gestión, la auditoría interna para reducir riesgos y la aplicación de las responsabilidades administrativas que deriven de problemas de procedimiento o legalidad pero que no implique corrupción. Estas unidades formarán parte del sistema nacional de fiscalización y aplicarán sus normas y procedimientos.
La CNA, constituida como un órgano autónomo del Estado, tendrá como una de sus responsabilidades investigar y sancionar administrativamente los actos de los funcionarios que impliquen corrupción. La Comisión ya no dependerá del Poder Ejecutivo y con ello se elimina la crítica de su actuación parcial. Su competencia comprenderá a todos los poderes federales y de manera indirecta a todo el país. Aún más importante, sus funciones no se limitan a la sanción, sino que además tiene facultades que le permiten incidir en la formación de la ética y la cultura de la legalidad, así como en la prevención de la corrupción.
La experiencia internacional muestra que estas comisiones no constituyen per se soluciones mágicas. Su posibilidad de incidir depende tanto de una política decidida como de un buen diseño institucional y normativo. Ojalá nuestros legisladores estén a la altura del reto.
Profesor investigador del CIDE
Publicado en El Universal