Nuestra república descansa sobre un régimen constitucional que tiene varios apellidos: federal, representativo, laico y democrático. En el artículo 49, se señala además que “El Supremo Poder de la Federación se divide para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial… No podrán reunirse dos o más de estos Poderes en una sola persona o corporación”. No obstante -desde 2018- ese edificio constitucional pasó a ser habitado por un líder y una coalición de apetitos autoritarios lo que generó una cruel paradoja de nuestra época.

Por esa razón, he propuesto este marco para entendernos: padecemos un gobierno autoritario dentro de un régimen democrático, esto es, un gobierno que se ha convertido en un agente de subversión contra los principios, leyes e instituciones democráticas que aún perviven y nos rigen. Los últimos cinco años pueden descifrarse así, pero después de las elecciones de la próxima semana es posible que eso cambie y que la naturaleza de nuestro régimen político y nuestra vida republicana se deslicen y trastoquen hacia una centralización del poder no vista en muchos años, quizás en un siglo.

Lo que quiero decir es que el lustro precedente -el de la presidencia de López Obrador- es el de la continua erosión ampliamente documentada bajo la forma de una pertinaz destrucción de instituciones y una contumaz violación de leyes y de la Constitución misma. Empero estamos a punto de entrar a otra fase si es que la candidata Claudia Sheinbaum y su programa triunfan y lo hace con una mayoría congresual que le permita modificar a la Constitución.

En ese caso, gobierno y régimen habrían dado el mismo abrazo al autoritarismo. Y es que una cosa es un gobierno que se enfrenta a una Constitución, una Corte y unas instituciones autónomas que lo contienen y otra, es uno que se ha liberado de ellas y que las ha cambiado o eliminado para ejercer el poder sin condiciones. En otras palabras, viviríamos ya un descenso más acelerado pero formalmente legal, hacia el autoritarismo y esto representa mucho más que un simple cambio de grado.
Estoy hablando, claro está, de una nueva fase del autoritarismo en México (el famoso segundo piso de la “transformación”) que plantea nuevos desafíos, nuevas estrategias y un modo también nuevo, de hacer política para las fuerzas democráticas. Un período de concentración, más destrucción, pero también nueva resistencia y oposición tanto teórica como práctica.

Algo de esto se desprende de un texto reciente debido al politólogo austriaco Andreas Schedler “Repensar la subversión democrática” (que puede verse aquí https://bit.ly/4dVJ73K) en el que subraya que nuestro mundo lleva ya más de una década enfrentando estos fenómenos políticos y que ya forman un “período histórico” singular. De tal suerte que dos generaciones de seres humanos han protagonizado un ciclo largo de regímenes autoritarios hacia transiciones democráticas; de éstas a democracias recobradas o novicias, consolidaciones y ahora, erosión y transición hacia el autoritarismo.

Así que no debemos engañarnos, del resultado de las elecciones va a depender nuestra entrada o no a ese escenario de autocratización recargada. Se juega en la presidencia, en las gubernaturas y muy especialmente, en el Congreso de la Unión. Sheinbaum, su partido y aliados han presentado explícitamente la desaparición de la representación proporcional en el Legislativo, la disolución del pluralismo en el parlamento; planean poner a votación a los jueces, magistrados y ministros para que su partido capture esas posiciones; lo mismo para el Consejo General del Instituto Nacional Electoral; suponen la extinción de varios órganos autónomos que están ahí precisamente para controlar el poder, y para que no quede duda de su naturaleza, consolidar la estancia de los militares como mandamáses de la seguridad nacional.

O sea, en estas elecciones el autoritarismo mexicano ha dado un paso más allá: ha presentado su programa constitucional. Nadie puede ignorarlo ni encogerse de hombros. López Obrador plantó un manojo de cambios desde el 5 de febrero y son los mismos que recoge el programa propiamente político de su candidata. La profundidad de su deslealtad con la democracia puede verse y ese, me parece, es el significado más profundo de los comicios que tendremos el próximo domingo.

Fuente: Crónica