Que Morena y sus aliados hayan ganado el Poder Ejecutivo con la mayor cantidad de votos emitidos en la historia del país; que hayan obtenido la mayoría calificada en la Cámara de Diputados; que se hayan quedado a una micra de ganarla en el Senado; y que vayan a gobernar 24 estados y tengan mayoría en 27 congresos estatales, además de gobernar más de un millar de municipios, ha llevado a muchos a decir que México ha vuelto a las épocas del PRI hegemónico. Disiento: lo que veremos será la instauración de un nuevo régimen político, distinto de cualquier otro del pasado.
El PRI se decía heredero de la revolución mexicana, pero no tenía un programa cerrado ni excluyente. De hecho, fue el único partido del mundo que se dio el lujo, mientras gobernaba, de proclamarse socialista, socialdemócrata, liberal, liberal social y neoliberal, según le convino. No tenía una ideología —nos hizo ver Juan Linz— sino una mentalidad de poder, adaptable a las circunstancias. El nacionalismo revolucionario que defendió hasta los ochenta fue un cuaderno en blanco, donde se iba escribiendo lo que fuera indispensable para gobernar. La “continuidad con cambio” era su lema favorito, tan ambiguo como el nombre revolucionario e institucional, al mismo tiempo. El PRI no se comprometió sino con su pragmatismo.
Quien haya leído con cuidado el contenido del así llamado Plan C, que sintetiza y consolida la propuesta diseñada por Andrés Manuel López Obrador y que defendió en campaña la futura presidenta Claudia Sheinbaum, sabe que Morena es otra cosa. El proyecto que ganó las elecciones del pasado 2 de junio no está animado por un diagnóstico pragmático de los problemas del país, sino por un conjunto de ideas inamovibles que se alimentan a sí mismas: el pueblo es sabio y las élites, corruptas; el pueblo debe emanciparse de los poderes económicos; el gobierno austero encarna al pueblo; el gobierno necesita todo el poder para defender al pueblo y derrotar a los corruptos.
Por otra parte, el PRI creó una “monarquía sexenal absoluta, heredable de forma transversal”, tal como la definió Cosío Villegas. En ella, los presidentes eran como monarcas, pero con caducidad. Gracias a la genialidad del general Lázaro Cárdenas, durante sesenta años se respetó esa fórmula: tan pronto como se “destapaba” al heredero, el poder del monarca en turno declinaba. En cambio, tras las elecciones del 2 de junio pasado sucedió lo opuesto: el primer vencedor de los comicios fue el presidente López Obrador, quien confirmó su puesto indisputable e intransferible como creador y líder del proyecto en curso. La futura presidenta no ofreció romper sino seguir y consolidar ese proyecto. No ganó con sus ideas sino con las del líder, no construyó un aparato propio, no ofreció algo diferente, ni ejercerá una nueva monarquía. La ruta está trazada de antemano y ahora, como ella misma ha dicho, “hay que cumplir”. En las épocas del PRI, eso habría sido simplemente inaceptable.
Por último, el PRI era un aparato de poder, sin dueño. Era una maquinaría de cooptación, negociación y arbitraje. Quienes lo estudiaron con detalle —como Pablo González Casanova o Arnaldo Córdova— entendieron que su aritmética no estaba en las divisiones y las restas, sino en las sumas y las multiplicaciones. Era un gobierno autoritario pero quirúrgico: las tres E (exilio, encierro o entierro) se usaban al final de un largo recorrido de conciliación, reparto de prebendas y cirugías para desmantelar a quienes lo desafiaban. En cambio, en la 4T la confrontación y la polarización son cosas cotidianas: o estás conmigo o estás contra mí, ha dicho mil veces su creador.
No. No son lo mismo. No volveremos al pasado conocido, sino al nacimiento de un régimen político, edificado sobre los escombros del que se derrumbó.
Fuente: El Universal