La idea original tuvo que cambiar –creo que por buenas razones – porque el aumento generalizado al IVA en alimentos y medicinas no sólo habría producido una presión social mucho mayor de la que ya tenemos, sino porque el gobierno todavía no ha ofrecido argumentos suficientes sobre el complicadísimo traslado de la informalidad al nuevo régimen fiscal consolidado. Habría sido echar más leña al fuego de la hoguera en la que ya se funden la reforma educativa y la energética.

Sin embargo, el inesperado giro que tomó la propuesta finalmente presentada no transitará tampoco por vías pavimentadas. Contra todo pronóstico, la reforma deja a salvo los ya de suyo vulnerados ingresos de la mayor parte de la sociedad, pero amenaza a las clases medias y quiebra los privilegios fiscales de los ricos. Esa nueva orientación tendría que ser bienvenida por la izquierda, al menos por tres razones obvias: (i) porque no toca el gasto de los pobres, (ii) porque incrementa la carga impositiva de quienes ganan y gastan más y (iii) porque ofrece una nueva política social de alcance universal. Para cualquiera que comparta el ideario de una izquierda razonable, la idea de dotar de mayores recursos al Estado para incrementar el gasto redistributivo, cobrando más  a los más ricos, tendría que ser vista como un éxito.

Por otra parte, sin embargo, la reforma ha traído consigo un nuevo reclamo de los empresarios que podría convertirse en una magnífica noticia para México. Dolidos por la carga fiscal que les caerá encima – o mejor dicho: porque de cumplirse en sus términos ya no podrían seguir evadiendo impunemente al fisco -, los principales hombres de negocio del país pusieron en la mesa el tema de todos los demás hemos vendido reiterando desde hace años: la transparencia y la rendición de cuentas en el gasto público. En voz de Claudio X. González – el padre, no el hijo – resultaría inaceptable que el gobierno cobre más dinero, sin ofrecer a cambio las mayores garantías de rendición de cuentas sobre el uso que el Estado hará de ese dinero.

Tiene toda la razón. Parafraseando la causa consagrada en los Estados Unidos, podríamos acuñar entre todos un nuevo lema compartido: “No taxation without… Accountability”. He ahí la debilidad más notoria de la reforma presentada. Nadie duda de la urgencia de incrementar las capacidades fiscales del Estado mexicano, pero nadie está seguro del modo en que se gastará el dinero. Ni éste, ni el que obtendría de pasar la reforma energética. Y si la clase media se siente amenazada, no es sólo porque tendría que pagar nuevos impuestos, sino porque la gran mayoría de la sociedad considera, con justísima razón, que la corrupción es el mal mayor de todos los que enfrenta México.

No hace mucho que Ludolfo Paramio —el respetado sociólogo español— volvió a recordamos una tesis que ya había planteado en su descripción sobre la evolución de la socialdemocracia europea: la alianza potencial entre clases medias y trabajadoras, a partir de la caída de las expectativas económicas individuales de ambas (“Las clases medias, la política y la democracia”, en Pensamiento Iberoamericano) así como el aumento de las exigencias paralelas de políticas sociales ya no dientelares y honestamente manejadas. Otro giro imprevisto que, de consolidarse, traería la reforma fiscal de Peña Nieto.

El Presidente ha demostrado habilidad política para dirigir la agenda pública, pero no tanta para escuchar propuestas que no hayan pasado por su propia voz. Empero, esta vez tendrá que hacer una excepción. Si de veras quiere que las reformas económicas prosperen, la única llave que puede abrir la puerta hermética de la desconfianza que casi todos compartimos sobre su destino, se llama rendición de cuentas. Por enésima ocasión, ya va siendo hora de que mire abajo y asuma la importancia de este tema.

Fuente: El Universal