Posee varios de los estigmas que en México provocan desconfianza. Su piel morena se aproxima al color cenizo, tiene las manos gruesas, resultado de varias décadas dedicadas a colocar ladrillo y, aunque sabe leer, no terminó la primaria.

“¿Cómo sé que no fue usted quien retiró el dinero?,” pregunta la dependiente del banco, mientras hace explícito el recelo que ese cliente le provoca. Él se explica: “Intenté sacar mi sueldo del cajero pero la máquina dijo que no tenía fondos, por eso vine a la sucursal”.

Ramiro vive a una hora del banco más próximo a su domicilio; hizo el viaje hasta la cabecera municipal para reclamar mil 200 pesos.

El asunto escala y minutos más tarde la gerente del banco lo acusa de ladrón.

Sospechoso de haberse robado el ingreso que obtuvo por su trabajo, hasta que un milagro no pruebe lo contrario: “Espere 72 horas para estar seguro de que su patrón depositó … Aguarde 45 días para que su reclamación prospere … Recuerde que los cajeros tienen una Cámara y ahí se va a probar que usted ya sacó el dinero.”

Ramiro desespera indefenso ante la burocracia del sistema bancario. Su tez, su clase, su dominio pobre de la computadora, el fenotipo —tan similar al de la inmensa mayoría— en fin, la discriminación automática, puesta ahí, como mensaje definitivo para que todos los Ramiros se aparten de todas las sucursales del país.

Contrasta en la misma semana el caso opuesto. Cliente de tipo caucásico, estudios universitarios, vive en el quinto piso del edificio social, ahí recibe una llamada de celular: “Disculpe usted pero tenemos sospecha de que se ha cometido un fraude…

Desde luego que no se lo cobraremos, esta llamada es únicamente para preguntar si retiró dinero en un banco coreano.” Utilizando tono distante —como corresponde a su estatus— el usuario descalifica los sistemas de seguridad de la institución. El funcionario bancario se deshace en justificaciones: “Lo vamos a resolver, usted no debe hacer nada. Esta llamada tiene como propósito corroborar lo que ya suponíamos, que usted no retiró 40 mil pesos en un cajero de Seúl”.

Ni la callosidad en las manos, ni el oficio son tema relevante para esta segunda conversación. Del otro lado de la línea se halla un ser humano confiable. Al igual que en el caso de Ramiro, a quien robaron mil 200 pesos, el monto de este otro fraude sirve como identificador de clase social.

Los estereotipos y los prejuicios juegan con fuerza en el sistema financiero mexicano. Sirve citar el Reporte sobre discriminación en el acceso al crédito CIDE-CONAPRED (2012): “El principal marcador social que distingue entre clientes … es la clase social … (definida) económicamente por el ingreso y, sociológicamente, por el estrato social donde se nace y convive. A estos marcadores suelen sumarse otros como el sexo, la pertenencia étnica, la edad, la nacionalidad, la discapacidad, la región y en ocasiones el color de la piel y la apariencia física”.

Esta forma discriminatoria tiene mucho que ver con el bajo nivel de bancarización que se experimenta en México: sólo 37% de las familias mexicanas posee una cuenta de ahorros y apenas 26% utiliza servicios crediticios convencionales (Center for Financial Inclusión, 2009); 2 de cada 10 mexicanos poseen un historial crediticio solvente dentro del principal buró de crédito; sólo 940 municipios, de los 2 mil 445 que hay en el país, disponen de una sucursal bancaria y el 54% no tienen siquiera corresponsalía. México exhibe menos sucursales por kilómetro cuadrado y también por número de habitantes que Turquía y un número inferior de cajeros automáticos en comparación con Brasil.

No sorprende que la cifra de usuarios de la banca mexicana sea siete veces menor entre campesinos que entre habitantes de la ciudad (Conapred, 2012), tampoco que 70% de la población asuma que la mejor forma de ahorro es participar en tandas (Banamex-UNAM, 2008). En una economía moderna, el sistema bancario determina si la persona vive en los márgenes de la economía o en su plaza principal. Cuando los criterios para la inclusión financiera parten del estigma y del prejuicio social, esa maquinaria se convierte en un poderoso motor para marginalizar a segmentos numerosos de la población.

@ricardomraphael www.ricardoraphael.com

Fuente: El Universal