¿Quién es el funcionario capaz de ponerse de pie, de frente al presidente López Obrador y decirle que ese proyecto, esa iniciativa, esa ley, es una mala idea? Si alguna vez, alguien así estuvo cerca del mandatario, ya no existe más. Carlos Urzúa seguramente, Germán Martínez, y quizás por eso… tuvieron que marcharse. El punto es que mientras más corre el tiempo en el reloj del gobierno, más se recrudece esa actitud de sus cercanos: en este juego se trata de mostrar, exhibir, subrayar -una y otra vez- la lealtad granítica al personaje.

Pero para sellar este círculo se necesitan mentiras, mentiras, más que logros (que tanto escasean). Mediante un juego más o menos macabro el presidente lanza una mentira sobre este o aquel asunto, y aquellos que son capaces de repetir lo que dice -así sea lo más chiflado- son los que pasan la prueba. Los leales. Y los que no, no merecen continuar en “el proyecto”.

Una rifa imposible del avión presidencial. Una consulta inverosímil, sin ninguna garantía de imparcialidad, desplegada a modo, con la participación del uno por ciento del padrón, para cancelar el proyecto de aeropuerto de Texcoco, fue celebrada como “la definitiva separación del poder político frente al poder económico”. Y el coro lo repitió durante meses. Después, sin entender la naturaleza del fenómeno (nadie se lo explicó, nadie se puso de pie para decírselo) el presidente declaró “domada” la pandemia en abril de 2020, antes de las mortíferas olas con sus 700 mil muertes. Recientemente, ha repetido que no se quedará callado “viendo que el INE está actuando en contra de la democracia”, acusa que “no están haciendo promoción” y afirma que se instalarán menos casillas con pocas boletas “porque no quiere que la gente participe”. Todo es es rematadamente falso, pero los contingentes morenistas -desde los gobernadores, presidente nacional, representantes ante el INE, militantes de a pie- lo reiteran, porque quieren ser vistos y reconocidos repitiendo -de modo vehemente- la mentira de su jefe.

De tal suerte que, creo, México está sumido ya en lo que el politólogo del College de Londres, Brian Klaas, ha llamado “la trampa del dictador” (o del déspota, si lo prefieren) es decir, un ecosistema, una interacción política en la cual la mentira y la exageración refuerzan la obediencia y la obediencia a su vez, necesita la mentira (https://bit.ly/3KTWEcA).

No estoy hablando de promesas incumplidas, ni de distractores, sino de mentiras militantes que tienen como objetivo reforzar la lealtad, movilizar a las huestes y generar blancos y chivos expiatorios. Una mecánica funesta: si te atreves a propalar esta mentira o la otra, pasas la prueba, si no, sospecharemos de ti.

En tal contexto los cercanos y militantes del gobierno tienen todas las razones para ocultar lo que realmente piensan, se guardan, asienten, repiten como condición de permanencia.

Y la situación se exacerba conforme se acerca el tramo sucesorio. El presidente tiene que ejecutar más y más pruebas de lealtad, produciendo un efecto acumulativo, una espiral enloquecedora en la que ya estamos metidos. Pues mientras más absurda es la mentira, mejor luce tu obediencia.

No por absurda, la dinámica es menos real y además, viene de lejos, desde el año 2006, en el que este mismo fenómeno incubó en la mente de miles, la mentira del fraude electoral.

El expediente se repite, pero ahora desde la cumbre del poder político, tras casi 20 años de un liderazgo que habita su propio mundo, rodeado de personas que temen desafiarlo y que se reproduce entre la obediencia y la mentira.

Fuente: https://www.cronica.com.mx/opinion/mentira-obediencia.html