La privatización oficial dela enseña patria confirma que la dizque izquierda ha vuelto por sus fueros, ahora bajo la marca del MoReNa.
La ausencia de bandera durante la manifestación en favor de nuestra democracia fue intrigante. El lábaro patrio (como se le llama cariñosamente) de pronto expulsó de su protección a una cantidad considerable de ciudadanos. El mismo Líder Nato, que gusta de hacer un espectáculo personal de su amor al pendón, decidió que a una manifestación ciudadana que le irrita, se le impidiese expresar su propio amor. No. Punto. No hay bandera para ustedes, por críticos, por clasemedieros, por racistas y clasistas, por ser “los extranjeros internos” y, en suma, porque yo así lo ordeno. Punto.
Así pues, la bandera que se alza “entre céfiros y trinos” no es para todos ni, en consecuencia, lo son la insignia que preside la matutina mañanera ni, tampoco, el pendón que ondea airosamente cada 16 de septiembre sobre las testas del abundoso compatriotaje. Si en los años 40 las masas gritaban que “la Revolución es popular”, las de 2024 gritan “la transformación es popular”. Se parecen en mucho.
La privatización oficial de la enseña patria confirma que la dizque izquierda ha vuelto por sus fueros, ahora bajo la marca del MoReNa, apoteosis popular como partido hegemónico y autoritario; el heredero del viejo PRI, con el disfraz de izquierda y la veneración al nacionalismo populista y revolucionario, como lo han argumentado Joel Ortega y Jorge Castañeda en su reciente libro, Las dos izquierdas.
Es una conducta muy similar al nacionalismo popular para el que, después de la revolución, los simples valores del “liberalismo occidental” (como el amor a la libertad) ya eran una descalificación de la grandeza de la patria. El Comandante Supremo es otro populista que finge ignorar el origen priísta y caciquil de ese nacionalismo para el que la nación es la mejor del mundo, el mexicano un ejemplo superior del ser humano, y él, su representante, el amo del humanismo.
Es curiosa la forma en que el discurso nacionalista de AMLO es una réplica casi exacta de aquel con el que los partidos revolucionarios defendían el discurso nacionalista a partir del maximato. Pertenecer a la clase media, ser universitario o profesionista liberal, culto, conservador, arraigado en zona urbana, interesado en la ciencia, en la educación, intelectual, empresario o negociante, equivalía a calificar —decía Ermilo Abreu Gómez en 1932— entre quienes “han vuelto la espalda impúdica a la sangre de nuestro solar y se han hecho sordos al latido de angustia de nuestra raza”…
La clase media son lo que en esos tiempos se llamaba “los extranjeros internos” (es decir, los mexicanos que no debían serlo) interesados en las ideas y el pensamiento occidentales, alejados de los valores del “pueblo”, que eran los únicos tolerables; el odio de Abreu Gómez iba de la mano con el tradicional desdén a “las influencias exóticas que nunca se aclimataron a México” en vez de preferir “lo propio y lo castizo”. Un desdén que ahora, como entonces, tiene también un componente epopéyico: lo más grande de México es el pueblo que hace la epopeya popular (como hizo la independencia, reforma y revolución).
Había, entonces como ahora que preferir un “sentimiento nacional”, como el que el actual Comandante Supremo recoge cuando se sumerge en el pueblo raso. Y estos sentimientos son esencialmente la exaltación del poder sublevatorio del pueblo contra “las influencias exóticas” de los criollos prepotentes, con sus elementos raciales. Una serie de exaltaciones a favor de la “liberación nacional” y contra cualquier “interés extranjero” que se atreva a criticar a la nueva autocracia nacionalista.
Es el poder para quitarle la protección de la bandera a cualquier crítico del Comandante Supremo, y poner en su lugar -verde, blanco o rojo- su inabarcable “autoridad moral”…
Fuente: El Universal