Pocas cosas me producen mayor indignación e impotencia que las condiciones en las que viven los niños en situación de calle. Cada vez que se me acerca un pequeñito agotado, sucio, con la mirada triste y vestido con cualquier cosa, cargando una caja con chicles, siento un tirón en las entrañas. No sólo me duele su situación sino la indiferencia casi absoluta que esos niños reciben de su clientela y de casi toda la sociedad; me agobia que sean prácticamente invisibles y que no hayamos sido capaces, ni remotamente, de ofrecerles siquiera un horizonte razonable de vida.

La sola presencia de esas decenas de miles de niños y niñas que circulan por las calles de las ciudades mexicanas me parece la peor expresión de nuestros fracasos. Casi todos están condenados a pasar de la indiferencia a la condena social, pues tan pronto como lleguen a la adolescencia comenzarán a ser vistos como amenazas: como delincuentes potenciales, como integrantes de pandillas, como consumidores de drogas baratas y, en el peor de los casos, como la encarnación más tangible de los criminales que han puesto en riesgo la seguridad de todos los bien pensantes. Se volverán parte de las personas en situación de calle: familias completas que ya pasan de generación en generación, apartados de todos, ensimismados, perdidos.

Para ellos hay algunas migajas sociales, pero no políticas públicas bien diseñadas, robustas y mejor implementadas, porque están al final de todas las cadenas del llamado desarrollo social. No son derechohabientes de nada, porque no cuentan siquiera con los medios mínimos para acercarse a las pocas ventajas que les daría su pobreza; porque incluso para ser pobre y obtener algún beneficio del Estado, hay que tener un respaldo. Ellos no irán nunca a la escuela o, acaso, la abandonarán cuando apenas aprendan a leer cosas básicas; si llegan a un hospital, serán los últimos en ser atendidos –si es que alguien se apiada–; vivirán mucho menos que el resto de las personas y sólo excepcionalmente tendrán la oportunidad de contar con un trabajo formal.

Es verdad que algunas organizaciones públicas y sociales los han convertido en el motivo principal de su trabajo. Gracias a los trabajos de la UNICEF, por ejemplo, tenemos datos que nos hablan del tamaño dramático de esa población pauperizada y esfuerzos diplomáticos que llaman la atención de los gobiernos para atenderla: para incluirla al menos en los modestos propósitos del milenio; y gracias a organizaciones sociales como la Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim) podemos convertir esa tragedia social en argumentos jurídicos y en reclamos de política pública (como ocurre, por citar otro ejemplo, con documentos como La Infancia Cuenta en México 2013. Hacia la construcción de un sistema de información sobre derechos de infancia y adolescencia); algo hace el sistema DIF y algo más el conjunto de instituciones destinadas a proteger a los grupos más vulnerables. Pero todos esos esfuerzos sumados resultan insuficientes.

Lo son porque no hay todavía un marco legal que les ofrezca una vida mejor, porque lo que reciben de los gobiernos y de la sociedad son, ya lo dije antes, migajas en medio de toda clase de atropellos y malos tratos, porque el dinero que busca compensar a ese grupo vulnerado no alcanza para sacarlos de la situación en que viven y porque no tenemos, ni por asomo, una política que los defina y los reconozca como uno de los mayores y más dramáticos problemas públicos que enfrenta la sociedad.

El país está ocupado en cosas más importantes: el crecimiento económico a toda costa –costa: costo, incluyendo a esos niños–, la opinión pública, la seguridad y el equilibrio de los poderes formales y reales. Los niños condenados no están en la agenda central. El dinero que ganan por los chicles que venden, equivale a la atención social que reciben. Unas monedas, en el mejor de los casos, para que coman algo.

 

Fuente: El Universal