A México le estorban los indígenas. Al menos a un sector. A ese México ávido de competitividad internacional y capaz de generar riqueza le resultan un lastre. También son un obstáculo para la captación de inversión extranjera, la generación de empleos y el establecimiento de empresas que puedan aprovechar la riqueza del subsuelo. Incluso costosos en términos fiscales, resultado de los programas sociales y de subsidios que hay que implementar para ellos.
Para ese México es apremiante prescindir de los indígenas. Pero es ese México al que poco le importa que ser competitivos sea a costa de relaciones laborales precarias, que la riqueza generada no sea ni legal ni justamente distribuida —por el contrario, que resulte concentrada en grados moralmente ofensivos—, al que no le importa que los costos ambientales de la minería sean sociales y las ganancias para unos cuantos individuos o corporaciones extranjeras. Es el México ignorante que se muere por entender la complejidad de un mundo global y que desconoce o reniega de nuestra riqueza étnica. El México que sueña con ser moderno y en el que las personas tengan poder de consumo, aunque renuncie a su historia y las personas a sus derechos.
Pero a otro México, en cambio, los indígenas le duelen. No les suponen una carga, sino un recordatorio de lo arraigado que está nuestro racismo. Ese, es un México que entiende con claridad que los indígenas no son un problema y tampoco una población con problemas. Es un México crítico y profundamente consciente que los indígenas viven las consecuencias de un proceso histórico, constante y permanente de racismo, de exclusión y de rechazo. Ese otro sector de México se compromete y se hace cargo de que lo que aqueja a los indígenas es la acumulación de agravios por parte de nuestra sociedad y de nuestras instituciones.
Por fortuna ese otro México también se organiza y da vida a proyectos e instituciones. A ese otro México lo mueven personas que dan una batalla silenciosa y valiente por cambiarnos. El Centro de Derechos Humanos de la Montaña “Tlachinollan” (Tlachi) es uno de esos proyectos y el fin de semana pasado cumplió 20 años de trabajar en Tlapa, Guerrero, una zona de alta concentración indígena. A lo largo de dos décadas se han dado a la tarea de aprender de los pueblos, de ganar sabiduría y convicción política al acercarse a su dolor, a sus tradiciones y a sus luchas.
Cualquiera se llena la boca de razón incuestionable en este país. Basta decir que somos un país injusto, racista, clasista, misógino y, en muchos sentidos, autoritario. Pues a las víctimas de estos fenómenos son a las que atiende principalmente Tlachinollan. Hace 10 años los conocí. Muy de cerca viví la alegría de la liberación de Felipe Arreaga (+), un luchador campesino preso por defender los bosques. Tuve oportunidad de sonreir con ellos por pequeños logros políticos en un mundo que tiene la injusticia contra las formas de organización indígena como sistema. Pude maravillarme al verlos arrancarle al sistema judicial, resistente por razón genética a ser justo y sensible, resoluciones a favor de los más pobres, de madres dolidas o de pueblos que sólo se tienen a si mismos. Los vi rehacerse después de momentos complejos. Con el corazón arrugado y el miedo en cada centímetro de piel superaron asesinatos de actores o las amenazas de muerte (tan creíbles como cobardes) que han recibido.
Y con ellos también aprendí a no idealizar al mundo indígena por si mismo, sino a comprenderlo y defenderlo por sus méritos. A cuestionar en cambio, las instituciones que tenemos y preguntarme a qué México quiero contribuir, al que le estorban los indígenas o al que le duelen.
Fuente: El Universal