Pocos temas revelan con mayor nitidez la moral retorcida y la segmentación de la sociedad mexicana, que el deliberado descuido de la regulación sobre el trabajo doméstico. Un tema en el que parece haber un doble consenso: de un lado, el del reconocimiento de la anarquía laboral que rodea esa forma de trabajar y, de otro, el de la tolerancia mustia a ese caos por razones que convienen a todos, menos a las trabajadoras domésticas.
Dudo mucho que alguien dotado de autoridad formal se atreviera a reconocer, en público, que lo más conveniente para el país sea dejar las cosas como están —que en esa materia están muy cerca del esclavismo— con tal de no hacer olas. Pero en términos de política pública, eso es exactamente lo que ha sucedido hasta ahora: el Estado mexicano se ha movido con pies de plomo en el tema, persuadido, quizás, de que más vale dejar en paz a los sectores más influyentes de la sociedad, que otorgar condiciones igualitarias de trabajo a un sector que apenas tiene voz, cuya organización es aún muy precaria y cuyos medios para defenderse son todavía frágiles.
La excepción a esa regla ha sido el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred), que desde hace años ha venido insistiendo en la importancia de regular el trabajo doméstico, sin que su persistencia haya sido premiada hasta ahora. Nadie, tampoco, le ha hecho frente a los argumentos presentados una y otra vez por esa institución que, en todos los foros posibles, ha reclamado la necesidad de fijar normas mínimas para evitar la discriminación y los abusos que se cometen contra quienes trabajan tras las puertas de los hogares y ven enajenadas sus vidas con una permisividad casi absoluta. Nadie lo hace, porque sería políticamente incorrecto. Pero la ausencia de decisiones y el silencio calculado hablan por sí mismos y, hasta hoy, ambos han resultado mucho más eficaces.
Para tratar de contrarrestar ese silencio, la Asamblea Consultiva del Conapred otorgó el año pasado el Premio Nacional de Igualdad y No Discriminación a Marcelina Bautista, una empleada doméstica de origen mixteco que, tras padecer durante más de dos décadas los abusos al trabajo escondido detrás de las casas y las conciencias privadas, primero decidió organizar a un grupo de trabajadoras para defenderse y capacitarse en sus derechos labores y, más tarde, fundar un Centro de Apoyo y Capacitación para Empleadas del Hogar (CACEH). Una organización modesta que, sin embargo, habla por 2.28 millones de personas que hasta diciembre del 2013 eran empleadas domésticas (según datos del INEGI: el 4.3% de la PEA nacional), de las cuales el 90% son mujeres y que carecen de los derechos laborales más elementales.
La intención explícita de ese reconocimiento, además de honrar los méritos propios e indiscutibles de la señora Bautista, es llamar la atención de la sociedad y de los tomadores de decisiones del Estado, para tratar de romper el estatus quo ominoso que sigue pesando sobre esta materia. Y la vía para hacerlo ya está puesta sobre la mesa: se trata de la ratificación gubernamental del Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), sobre “el trabajo decente para los y las trabajadoras domésticas”. Una decisión burocrática simple, aunque cargada de significado, que el presidente Peña Nieto podría tomar en cualquier momento, escuchando además al llamado que también hizo ya, venturosamente, el Senado de la República durante el 2013. Y en el que sólo falta que el gobierno responda.
Si no lo hiciera, sería acaso porque habría preferido condescender con los sectores sociales que siguen viendo al trabajo doméstico como propiedad privada y que emplean, tratan y despiden a esas personas del mismo modo en que compran, utilizan y venden sus muebles. Pero a estas alturas, nadie en su sano juicio apostaría por la vigencia del esclavismo; y mucho menos, las buenas conciencias que dicen preferir lo mejor para México.
Fuente: El Universal