Entre los dirigentes que salieron a festinar el “éxito” de la coalición opositora estuvo, cómo no, el presidente del Partido de la Revolución Democrática. Junto con los líderes del PAN y del PRI, Jesús Zambrano ha clamado por el triunfo de su estrategia, la cual, según ellos, frenó la deriva autoritaria del Gobierno de López Obrador. La realidad para el PRD, sin embargo, es muy distinta: fue un perdedor neto de la elección del seis de junio, pues redujo tanto su porcentaje de votos como su número de escaños y se quedó al borde de perder el registro, en penúltimo lugar entre los partidos que superaron el umbral del tres por ciento, con el grupo parlamentario más pequeño de la Cámara de Diputados en la próxima legislatura.
Lo del PRD es un desastre anunciado. Un partido desfondado por la escisión de la que surgió Morena, que tuvo la oportunidad de impulsar una refundación de un polo de izquierda democrática, como lo hicieron antes el Partido Comunista, el PSUM y el PMS, organizaciones de las cuales heredó su registro, optó, en cambio, por desdibujar su identidad en una coalición pragmática de supervivencia, por el empeño de la camarilla dirigente en mantener su control sobre el financiamiento público de la organización y quedarse con los pocos escaños que ha logrado conservar con el 3.6 por ciento de los votos, el mismo logrado por el PSUM en 1985, pero en sentido contrario.
El PRD pudo haber reclamado para sí la agenda de izquierda democrática usurpada y traicionada por López Obrador. Pudo convocar a una amplia gama de organizaciones sociales y de dirigentes políticos, muchos de ellos desencantados con el Gobierno de López Obrador, que han quedado al margen de la competencia electoral por la cerrazón del sistema de partidos y por la desconfianza generada por los liderazgos de los partidos, pero le ganaron las inercias internas y la incapacidad de Jesús Zambrano y Jesús Ortega para reconocer su declive y retirarse, como suelen hacer los políticos responsables en las democracias avanzadas. Hoy se aferran a las ruinas de un partido periclitado, un cadáver insepulto, desprestigiado y reducido a su mínima expresión, sin capacidad alguna de iniciativa política, desdibujado en el mazacote de una alianza opositora de difícil sostén más allá del pragmatismo electorero.
Nada garantiza que las diputaciones obtenidas por el PRD se sostengan en la empresa de contención del autoritarismo supuestamente sostenida por la coalición opositora. Ya en la legislatura pasada, la mayoría absoluta de Morena se completó gracias a seis tránsfugas del perredismo, dudosos de su futuro en una nave que hace agua. Ahora también es posible que a varios les lleguen al precio o que vean mejores perspectivas si cambian de bando y se suman a la mayoría. Desde donde se vea, el PRD fracasó en esta elección, pero de acuerdo con la tradición mexicana, ninguno de sus dirigentes ha renunciado ni lo hará, aferrados al cascarón naufragante.
En cambio, el partido que planteó mejor su estrategia en esta elección fue Movimiento Ciudadano: decidió ir solo, sin caer en el garlito de la urgencia de la unidad opositora ante la amenaza dictatorial y lo hizo con una agenda claramente socialdemócrata, con apertura relativa a candidaturas jóvenes y diversas, entre las que destacaron mujeres con una agenda feminista no excluyente, sobre todo en Ciudad de México, aunque también hizo alianzas con políticos provenientes de los partidos tradicionales, como la exgobernadora de Yucatán Ivonne Ortega, y con jóvenes pragmáticos de talante conservador, pero con arrastre electoral propio, como Samuel Ortega o Eliseo Fernández, sus dos candidatos a Gobernador con votaciones copiosas, uno triunfante y el otro derrotado por menos de un punto porcentual.
MC es un partido con lastres notorios, pues buena parte sus organizaciones locales están controladas por dirigentes de pequeñas redes de clientelas, sin identificación con el programa socialdemócrata enarbolado por el partido, el cual sólo fue asumido plenamente por el núcleo emergente en Ciudad de México. Su principal cargo electo antes del triunfo en Nuevo León, el Gobernador de Jalisco Enrique Alfaro, también es un político pragmático sin identidad ideológica clara, eficaz para mantener su fuerza electoral, a pesar de la ruptura de algunos de los pactos más relevantes que lo llevaron al Gobierno, sobre todo el que tenía con el grupo que controla la Universidad de Guadalajara, el cual jugó por su cuenta en esta elección.
El fundador de MC, Dante Delgado, sigue siendo el factótum en el partido. Un político habilidoso, ha sabido acomodarse en cada elección con pactos para garantizar la propia supervivencia. En esta ocasión entendió que el voto a movilizar era el de la ciudadanía progresista desencantada con la deriva reaccionaria del Gobierno de Morena. Sólo lo logró parcialmente, pues sus candidaturas pragmáticas le restaron credibilidad a su propuesta, si bien resultaron exitosas en sus ámbitos locales. Con todo, fue el partido que más creció porcentualmente, pero redujo su bancada en cuatro escaños, afectado por las deformaciones en la representación que produce nuestro sistema mixto de elección con predominancia mayoritaria.
Ahora está por verse el papel que jugará MC en la próxima legislatura. Sus 23 diputaciones tienen un alto valor y pueden ser la bisagra en la negociación de las reformas constitucionales de López Obrador. La conducta de los representantes del partido en la anterior legislatura no fue exactamente opositora y contribuyó a la aprobación de piezas legislativas lamentables, como la contrarreforma educativa o, más recientemente, la ley de la Fiscalía, un retroceso evidente en el desarrollo del órgano autónomo. Por propio interés, MC deberá oponerse a la eliminación de la representación proporcional pretendida por el Presidente de la República y traicionaría a sus votantes si cede ante los intentos de acabar con la autonomía del INE y de otros órganos del Estado o de militarizar constitucionalmente a la Guardia Nacional.