Imagine usted, amable lector, que en un país cualquiera una ley obligara a las empresas telefónicas a conservar por varios años todos los tipos de comunicación que salen de los teléfonos de sus ciudadanos (palabras, imágenes, textos, páginas web consultadas). Imagine aun más: que cualquier procuraduría o policía que tuviera una simple sospecha sobre el proceder de un ciudadano pudiera solicitar esa información y la compañía telefónica estuviera obligada a entregarla prácticamente de inmediato. Quizá llegaría a la conclusión que en ese país, como lo anunció Orwell, la vida privada habría desaparecido, al menos respecto de los que el Estado (y las telefónicas) pueden saber sobre sus habitantes. Lamento informarle que no tiene que dejar volar su imaginación: ese país se llama México y fue nuestro Congreso el que autorizó esta nueva condición en la que nos encontramos desde que entró en vigor la nueva Ley de Telecomunicaciones.
Esta nueva regulación plantea preguntas centrales sobre el contorno de la vida privada y el uso de datos personales en el mundo de la tecnología digital. El dilema central está en preguntarnos hasta dónde la preservación de la seguridad justifica la intervención del Estado en la esfera privada de las personas. Cierto, este debate no es exclusivo de nuestro país y tiene mucho que ver con un entorno global donde se ha privilegiado la seguridad sobre la libertad. La diferencia estriba en que en otras latitudes existe una amplia e intensa discusión sobre las condiciones en que puede llevarse a cabo esta intervención y las garantías que deben preservar los ciudadanos.
En este país existe un organismo constitucional, el IFAI, que tiene como misión “garantizar el cumplimiento del derecho de acceso a la información pública y a la protección de datos personales”. Hace unos días el Instituto dejó pasar, por una votación dividida, la oportunidad de plantear estas preguntas y permitir que la Suprema Corte tuviera ocasión de analizarlas en el marco del diálogo constitucional que supone una acción de inconstitucionalidad. Lamento la decisión y guardo un profundo desacuerdo con muchas de las razones que argumentaron los Comisionados para sustentar esta decisión (y que pueden revisarse en www.ifai.org.mx). Pero con independencia de esta situación, las preguntas subsisten y resulta indispensable plantearlas.
Existen, entre otras, varias cuestiones que están sobre la mesa. ¿Resulta congruente con los derechos fundamentales a la vida privada y la protección de datos personales que la Ley establezca la obligación a los agentes privados de generar y conservar por años los registros de telecomunicaciones para un fin distinto al que se producen esos datos (que es la facturación)? ¿Conviene y se justifica que cualquier autoridad competente tenga acceso irrestricto a esta información sin que medie la intervención de un juez? ¿Respetó el legislador en la Ley de Telecomunicaciones los principios constitucionales de proporcionalidad, finalidad, progresividad e interpretación que favorezca la protección más amplia a las personas?
Ninguna de estas preguntas tiene una respuesta sencilla. Lo que resulta incomprensible es que ninguno de los órganos que nos hemos dado para preservar las libertades —la CNDH y en especial el IFAI— hayan usado sus facultades constitucionales para iniciar el debate institucional que permitiera ventilar estas cuestiones. Ojala recapacitaran y en casos futuros recordaran que su función constitucional es haber sido creados para “convertirse en mecanismos que dan solución a las diferentes problemáticas que enfrenta la sociedad” y crear “lazos de confianza entre la sociedad y el accionar gubernamental.” Y esto no es cosecha propia, sino palabras del Constituyente que los creo.
Fuente: El Universal