Por: Diego Díaz

Director de Impacto Legislativo

La transparencia se encuentra hoy en plena boga discursiva y mediática. Aparece tan reiteradamente en el mundo académico como en el político, se vuelve común en la cotidianeidad social, se anuncia aquí y allá, suena a remedio. Parece traer consigo la solución a males que, hasta hoy, nos han sido irremediables: corrupción, desigualdad… Hasta del insuficiente crecimiento económico. De pronto, aparenta haber sustituido a su compañera liberal paralela: la democracia. Al contrario de la transparencia, ésta aparece hoy como una de las mayores decepciones de la época contemporánea. La democracia suena a fracaso, desilusión, malestar, mientras que la transparencia y el acceso a la información se identifican hoy con ideas como rescate, esperanza, e incluso con la posibilidad de salvar la mala reputación que tienen nuestras instituciones democráticas.

La democracia ha vivido un proceso de deterioro social a razón de las características imperfectas que le hemos dado en nuestro país, mientras que el de la transparencia y la anticorrupción, aun con todos los avances y discusiones y con su popularidad, es un ámbito apenas explorado en comparación con la democracia. Ha llegado el momento de conjugar estos conceptos y construir un auténtico sistema de rendición de cuentas que permita resolver el descrédito de las instituciones democráticas que generalmente está asociado a la inefectividad y la corrupción. Es fundamental permitir que tanto los valores como las instituciones democráticas sobrevivan en el complejo horizonte mexicano de las instituciones políticas. Construirlos nos ha costado décadas.

Recientemente el Latinobarómetro ha servido como una brújula ineludible: si la democracia se encuentra en crisis de popularidad en México, ello tiene que ver con el funcionamiento del Estado y sus resultados tangibles en la realidad social e individual en distintas materias: seguridad, economía, derechos y servicios sociales, calidad en la representación y atención a demandas de grupos específicos, y ese largo etcétera que ha cargado el Estado mexicano desde 1917. Esta anotación nos remite de forma inmediata a dos conceptos clave: la gestión de calidad en la administración pública y la rendición de cuentas. El primero, refiriéndose estrictamente a la tarea de gobernar a partir de los individuos a quienes, por distintos mecanismos, designamos para ello. Y el segundo como proceso racional, tanto individual como colectivo, cuya deducción califica los resultados de los funcionarios públicos y en general, en este caso, del Estado mexicano y sus instituciones, en términos de la calidad de vida de sus ciudadanos.

Hay un error constante a la hora de diseñar el marco que tendrán las instituciones y funcionarios públicos para el diseño eficaz de las políticas públicas: suele entenderse que las instituciones funcionan de manera armónica y organizacionalmente con relativa eficiencia, partiendo del cumplimiento inherente al espíritu de las normas y sus principios. Luego, las fallas de un engrane de la compleja maquinaria en que se ha convertido la administración pública, y las repercusiones en sus objetivos, suelen medirse en conjunto, lo que sólo provoca el extravío de la falla en el laberinto de cualquier dependencia actual. No existe una política integral de medición e indicadores de desempeño a partir de calidad y gestión por resultados, lo que a su vez provoca deficiencias cada vez más evidentes en la implementación de políticas públicas, la toma de decisiones y el cumplimiento de objetivos.

Una parte importante del desdén por la democracia proviene de este punto perdido en la discusión por más transparencia, como herramienta para la mejora del gobierno y sus resultados. El malestar surge no sólo del gran cuerpo que es el Estado, sino también, de forma focalizada, de cada una de sus células administrativas, lo que es aún más sentido, más directo e inmediato por el ciudadano común, que ve tropezar su actividad cotidiana y sus expectativas con un procedimiento cualquiera, cuya ineficiencia no le aporta seguridad jurídica a sus actos, sino al contrario: incertidumbre, costo de oportunidad y molestia.

Se trata de dirigir la mirada a todo el complejo y no únicamente a su rostro más público. La transparencia y la observación constante de las cuentas del Estado sólo será una aliada consistente de la democracia si, como herramienta de observación y participación de la tarea de gobernar, funciona para aportar soluciones y mejoras a la administración pública, sus resultados y sus índices en torno a la calidad con la que sirve a la ciudadanía, y proyecta en ella una solución real a las víctimas de la corrupción sistémica que se ha formado en toda esfera del Estado mexicano.

El derecho de acceso a la información no sólo debe permitir cuestionar la conducta de los más altos funcionarios y servidores públicos o representantes populares, sino ir inherentemente asociada a sus resultados, medibles, comparables y evaluables, a través de estándares sencillos, que le abran al ciudadano la ventana por donde aprecie el trabajo de sus instituciones en el corto, mediano y largo plazos. Eso se logrará cuando sean implementadas normas tanto estatales como federales en armonía con la Ley General de Transparencia y sus mandatos de obligaciones para publicar información de utilidad pública, que permita medir el desempeño, observar la conducta de nuestros servidores públicos y fiscalizar a las autoridades electas.

El proceso de gobernar es sin duda cada vez más complejo, y los medios de comunicación en múltiples ocasiones no contribuyen a crear confianza en las instituciones por lo que refleja la transparencia. En otras palabras, es necesario indagar a mayor profundidad en la gestión de todo tipo de instituciones, desde las políticas, gobiernos locales y nacionales hasta inclusive organizaciones internacionales como la FIFA, que han sufrido el cáncer de la corrupción y las terribles consecuencias asociadas a ella.

Claro que en buena medida todos estos escándalos son sólo efecto de una mayor fiscalización ciudadana y gubernamental. Hoy podemos ver la punta del iceberg de la corrupción en nuestro país y en otras naciones, todo gracias a las medidas de transparencia. Esto es un efecto común donde se han encontrado casos emblemáticos, particularmente en Brasil, país en el que ha surgido una auténtica cascada de denuncias y averiguaciones por corrupción que inclusive han desestabilizado a la titular del Estado. Sin embargo, se malinterpreta la conclusión. Se asume que más transparencia muestra más corrupción, por lo que las medidas no están siendo efectivas. Empero, en múltiples ocasiones, una mayor proyección de transparencia no significa mayor corrupción, sino que permite ver el mundo real del cáncer de la corrupción. Todo gracias a la transparencia, la fiscalización y las medidas de rendición de cuentas. No es que éstas fallen: es que nos proyectan una realidad que no creíamos que fuese tan grave.

El esquema de gobernanza actual es el que utiliza la participación extragubernamental a favor del diseño de una mejor gestión pública. Para ello no basta abrir las puertas a la participación civil en el diseño de políticas públicas: es necesario, indispensable invitar a pasar a la ciudadanía. Hay que motivar e incentivar la actividad crítica y propositiva. Volver interesante y llamativa la tarea de mejorar nuestra perspectiva del servicio público. En otras palabras, convertirnos en un verdadero Estado abierto, fin último de la Alianza por el Gobierno Abierto (OGP).

Hay en ello avances sustantivos en la nueva Ley General de Transparencia, particularmente en el artículo 70 de esta novedosa norma, las obligaciones vinculadas a dicho propósito, como lo son:

  1. Las facultades de cada área;
  2. Las metas y objetivos de las áreas de conformidad con sus programas operativos;
  3. Los indicadores relacionados con temas de interés público o trascendencia social que, conforme a sus funciones, deban establecer;
  4. Los indicadores que permitan rendir cuenta de sus objetivos y resultados.

A modo groso, lo enunciado antes significa la posibilidad de datos a la mano respecto al cumplimiento de objetivos a partir de las facultades de cada área, lo que a su vez permitirá la identificación de fallas e insuficiencias en el cuerpo administrativo de cada dependencia, facilitando el diagnóstico específico que coadyuve a su inmediata atención.

Hay que profundizar en la modernización de toda la gestión pública: enfatizar su importancia en el ámbito federal, implementarla y vigilarla en las administraciones estatales, llevarla a los municipios.

Acciones que vienen discutiéndose regionalmente y que ha llegado el momento de implementar con la urgencia de las circunstancias, como la que rescata Francisco Moyado Estrada (“Gobernanza y calidad en la gestión pública”, Estudios Gerenciales, Vol. 27) de la Agenda de la Reforma Gerencial en América Latina, donde señala a la transparencia como una aliada de la democracia que la reivindique, fortalezca, dinamice y consolide, y debe servir para mejorar todos los procesos que el gobierno tiene con la finalidad de servir a los ciudadanos, sin olvidar que a partir de ello no solo se gana confianza, credibilidad y apoyo, sino que también se perpetúan las conquistas jurídicas y sociales por las que nos hemos esforzado los últimos 40 años con tanta convicción y vigor.

No podemos apostar, en ningún caso, bajo ninguna advertencia ni pretexto, al desfondamiento del sistema democrático. En ello, el acceso a la información debe presentarse como una ventana a las oportunidades de mejora.

Ahora bien, la gestión de calidad en la administración pública contribuirá de manera sustancial a que la rendición de cuentas no sea solo un mecanismo de la entrega de resultados en cantidad, atribuyéndoles a estos cada vez más cualidad. Es decir, pasar del mero ejercicio de la entrega de cualesquiera cifras, datos y mensajes, y llegar a la rendición de cuentas como concepto de legitimación política y social con responsabilidad.

Como señala José Antonio Aguilar Rivera (“Transparencia y democracia: Claves para un concierto”, Cuadernos de Transparencia, Número 10):

“La transparencia está asociada, de manera notable, con la idea de rendición de cuentas. Retrospectivamente, la transparencia sirve para exigir cuentas a los gobernantes. (…) La transparencia, al permitir la rendición de cuentas, funciona de manera tanto capacitadora del poder ciudadano como inhibidora de conductas y acciones que atenten contra el interés público. (…)

Es histórica y común la relación entre los conceptos de rendición de cuentas y democracia. Teóricamente, se ha profundizado en este paralelismo. Sin embargo, los mecanismos prácticos que lo hagan una realidad tangible en nuestro país parecen aún en pañales.

El ya citado Latinobarómetro identifica la conclusión ciudadana de que hay transparencia en nuestro país en tan solo 26%, diez puntos por debajo del promedio regional, que está en 36%. A escasos siete puntos del ánimo que demuestran lo mexicanos para con la democracia, que es del 19%. Los avances no están hoy más allá del entusiasmo en el círculo político, por lo menos en cuanto a la percepción.

Las oportunidades para su desarrollo están más vigentes que nunca: la propia cifra de la escasa satisfacción de los mexicanos para con su democracia es una coyuntura que nos reta a avanzar con bastantes recursos de participación ciudadana a la mano.

Fuente: Milenio