Aunque nunca consiguió instalarse como una teoría política acabada, es innegable que la idea de la transición democrática influyó mucho en los cambios que vivió buena parte del planeta hacia el final del siglo XX. Los graves defectos de su confección intelectual fueron, a la vez, la causa más notable de su influencia: lo que abrió el paso a los transitólogos fue, en buena medida, una lectura inductiva de las transformaciones que vivió España tras la caída del franquismo, animada luego por la derrota de la dictadura en Chile. El estudio de esos casos —y de la llamada ola democrática— no alcanzó a convertirse en una teoría capaz de explicar causas diferentes ni para predecir lo que vendría, pero animó un debate público global y comparar los acontecimientos que iban sucediendo en otros países. Más que una teoría fue un credo: una aspiración común, que puso en movimiento ideas y acciones articuladas por el mismo aliento.
Pero así como nació, también se fue apagando. El guión nítido que surgió en los años de las transiciones se agotó cuando esos mismos países consiguieron establecer nuevos regímenes plurales y dieron paso a una nueva historia. Los éxitos de la teoría inicial se volvieron sus defectos principales; ni siquiera consiguió responder dónde estaba el final de la ruta establecida —si es que lo había— o si la idea misma de la transición habría de volverse eterna: una mudanza interminable hacia el horizonte de una democracia que nunca acabaría de completarse. Aquella discusión puso los términos correctos en la ruta electoral, en la consolidación de un sistema de partidos, en el reconocimiento de la pluralidad política y en la legitimidad de la distribución de los poderes a través del voto. Desde ese mirador, las transiciones habrían de terminar al cambiar el régimen político a golpe de votos bien contados. Nada más, pero nada menos.
Así que tras el cambio, nos quedamos como huérfanos: la transición hacia la democracia terminó, pero los problemas públicos se multiplicaron e incluso se agravaron y nadie fue capaz de establecer exactamente qué podíamos esperar del nuevo régimen. Ya no importó tanto cuántas veces se explicara que las herramientas disponibles no servían para predecir lo que vendría después, cuanto la sensación de que lo conseguido no correspondía con las expectativas generadas. Y mucho menos cuando los protagonistas de esos cambios comenzaron a abjurar de ellos, a culpar a la pluralidad ganada de sus propias impotencias, a corromper el debate público con carretadas de dinero o, incluso, a mandar al diablo a las instituciones. El nuevo régimen nació en una familia cuyos miembros nunca quisieron aceptarlo.
Y, sin embargo, ese nuevo régimen ya forma parte de nuestra vida cotidiana. Pero lo que no tenemos aún es el guión de la segunda parte. Seguimos atorados en el lenguaje y en las discusiones que tenían sentido en los 80 y 90, pero que hoy ya no nos sirven más que para observar las ambiciones desatadas por los beneficiarios de la transición. No supimos doblar la página para dejar atrás la obsesión por las campañas, los candidatos y los votos y avanzar en cambio hacia nuevas formas democráticas de gobernar. ¿Cuántas veces se ha dicho que aprendimos a distribuir el mando por medios democráticos pero nos quedamos con formas autoritarias de ejercerlo?
La teoría de la transición no alcanza —nunca lo hizo— para explicar ese segundo tramo, porque lo que hay detrás ya no son votos, ni partidos en contienda, ni candidatos compitiendo por ganar simpatías o lealtad, sino reglas de gobierno, rutinas burocráticas, asignación de puestos, políticas públicas bien definidas, presupuestos asignados para resolver problemas públicos y mecanismos para asegurar la rendición de cuentas. Pedirle a las viejas discusiones que resuelvan problemas del régimen actual sería como pedirle al IFE que redacte el plan nacional de desarrollo. Pero, a diferencia del pasado, hoy no hemos conseguido un conjunto de ideas más o menos aceptadas o un lenguaje afín para discutir con éxito sobre esta nueva etapa de nuestro régimen político.
Será necesario esperar a que pasen las siguientes elecciones para sugerir, siquiera, el inicio de esa nueva discusión, pues en diciembre habrá un nuevo gobierno y nuevo Legislativo que vivirán las mismas restricciones, la misma pluralidad, el mismo debate y las mismas frustraciones que produjo nuestra transición. Cambiarán los mandos, pero lo fundamental seguirá igual mientras no seamos conscientes de la necesidad de construir una segunda transición, realmente democrática.