La técnica legislativa es descarada, confiesa sin tapujos los intereses de la clase política. Cierto, no en todos los casos, pero cuando los temas son relevantes para un sector, el empeño y los esfuerzos para legislar son destacados. Cuando algo sólo forma parte de la demagogia política, termina plasmado en leyes inaplicables, de plano no se legisla, se hace al vapor o con fundamento, sino en el disparate, sí en la ocurrencia. En ese sentido, el derecho codificado es ideológico, disfraza los intereses y mantiene el status quo.
Por sus efectos, la corrupción es una de las preocupaciones medulares de la sociedad mexicana. En el caso de la corrupción política, sus consecuencias son realmente brutales. Quizá por ello el compromiso de contribuir a su solución tiene un lugar seguro en el discurso y la verborrea de cualquier partido. Incluso de presidentes electos. Sin embargo, la legislación, las instituciones, las reglas y los procedimientos en la materia se destacan por ser inaplicables, ineficientes o inútiles. Cuando el cambio se anuncia, al discurso lanzado y aguerrido le corresponden propuestas pobres y acciones tímidas.
¿Por qué uno de los problemas centrales del país tiene una atención legislativa tan deficiente? En este tema, congresos y ejecutivos no pueden alegar la falta de referentes. En los últimos 40 años se ha desarrollado una nutrida literatura especializada sobre corrupción y sobre la importancia de la rendición de cuentas en las democracias. Lo mismo hallamos importantes estudios con análisis económicos y econométricos, que investigaciones que buscan dar cuenta de las implicaciones de la corrupción como fenómeno social. A la tarea de explicar y comprender este fenómeno han acudido especialistas en derecho, antropología, sociología y, una larga lista de disciplinas que no hace falta especificar.
Si no irrefutables, lo cierto es que hay proyectos y propuestas muy convincentes sobre cómo atender los problemas de corrupción. Los estudios comparados dan cuenta de lecciones aprendidas y de desaciertos garrafales. Los referentes no sólo son asequibles, su implementación suele ser técnica y jurídicamente posible. Pero la actitud de nuestra clase política es tozuda y perseverante: en materia de corrupción, todo por encimita y sin viabilidad. El ejemplo más reciente lo encontramos en la propuesta enviada por el presidente Peña al Senado de la República para la creación de una Comisión Anticorrupción. Se trata de una propuesta técnicamente deficiente, con una exposición de motivos desordenada y contradictoria, sin coherencia con el marco jurídico y en contra de las tendencias reconocidas como mejores prácticas. El Senado discutió y aprobó con modificaciones un dictámen que terminó por confirmar que cuando la materia legislativa es la corrupción el simplismo es la norma y el descuido la regla.
Los desafíos están sobre la mesa, por ejemplo: que la creación de la Comisión Anticorrupción sea congruente con las bases de control y evaluación, que sea compatible con los principios del Sistema Nacional de Fiscalización, que el sistema de sanciones administrativas garantice imparcialidad y objetividad, que exista una instancia sancionadora autónoma e independiente, que los esquemas de responsabilidad sean complementarios y eficientes, que la capacidad de recuperación se asegure, que la ciudadanía participe y se abran a la transparencia los procedimientos y acciones en la materia, sólo por mencionar algunos. Ninguno meridianamente atendido.
En síntesis: el país no necesita un nuevo órgano, sino una agenda anticorrupción. Claro, ésta última requiere de una técnica y trabajo legislativos arduos, difíciles y constantes. Si las cosas se hacen bien, la posibilidad de que los resultados afecten intereses ilegítimos de un amplio sector de la clase gobernante son altas. Esto explica por qué la técnica legislativa es tan baja, el empeño tan raquítico y las soluciones dejan tanto que desear. O, dicho con todas sus letras, explica por qué la reforma que más necesitamos, al parecer, no llegará.
Fuente: El Universal