Por: Alfredo Ávila
En noviembre de 2016, fue presentada ante el Senado una iniciativa de Ley General de Archivos. Es de suponerse que en este periodo de sesiones sea finalmente dictaminada y, en su caso, aprobada. Desde hace meses, los historiadores hemos insistido en una serie de demandas, incluida la de que los archivos históricos sean considerados fuentes de acceso público, tal como establece la ley federal vigente. Aunque el artículo 36 de la iniciativa apunta que, “los documentos contenidos en los archivos históricos son públicos y de interés general” y, “no podrán ser clasificados como reservados o confidenciales”, consideramos pertinente el uso del término “fuentes de acceso público”, pues de esa manera se evitarían conflictos con la Ley General de Protección de Datos Personales. En efecto, de acuerdo con esta norma, solo las “fuentes de acceso público” escapan de la protección de los datos privados, especialmente de los sensibles. El asunto es más grave aún, pues en la iniciativa de ley no se contemplan plazos forzosos para la transferencia de expedientes de los archivos de concentración a los históricos, y, por el contrario, se ordena la revisión de documentos que ya obran en esta clase de repositorios para determinar qué es histórico y qué no (artículo 14 transitorio).
Sobra decir que, con el pretexto de la protección de datos personales (en especial los sensibles), se podría retrasar indefinidamente el traslado de documentos a archivos históricos; pero también se pondría en riesgo la información de lo que actualmente existe. Se puede alegar que solo estarían comprometidos los documentos más recientes (aunque lo “reciente” es muy elástico), y que asegurar que puede afectar a todas las fuentes para investigar la historia de México es un prurito muy exagerado. Sin embargo, en años recientes, hemos visto casos de documentos que se han entregado testados a investigadores, sin importar que se trate de periódicos (que sí son fuentes de acceso público) o manuscritos del temprano siglo XIX. Ya el ministro José Ramón Cossío ha dado una opinión sobre este asunto. Apoyado en la ley vigente, señala que se pueden consultar los documentos con más de setenta años, aun con datos personales sensibles, y que si se trata de una investigación o un estudio relevante (como los académicos, que habitualmente cuentan con el respaldo de la evaluación por pares y de instituciones universitarias), no importa que los documentos no hayan cumplido ese plazo temporal. Es por ello que, en la Ley General de Archivos que revisará el Senado se deben incluir artículos que con claridad establezcan plazos para que los datos personales ya no afecten la consulta de documentos, para que los archivos históricos sean considerados fuentes de acceso público, y para que haya mecanismos para consultar expedientes y documentos que contienen datos personales sensibles y que aún no pasen a archivos históricos, si resultan relevantes para la investigación.
Me detendré sobre este punto. El historiador Andrés Ríos Molina expuso en un foro sobre archivos, organizado por el Comité Mexicano de Ciencias Históricas en noviembre de 2016, su experiencia con la consulta de expedientes médicos que tienen menos de setenta años de haber sido producidos. Tras llevar el caso al entonces Instituto Federal de Acceso a la Información, pudo conocer dichos documentos, aunque en sus productos de investigación no menciona ni nombres de pacientes ni otros datos sensibles (Cómo prevenir la locura. Psiquiatría e higiene mental en México, 1934-1950, México, Siglo XXI Editores y UNAM, 2016). Para el historiador es importante conocer los datos personales, aunque no los publique. Los datos personales, incluso los sensibles, le permiten establecer relaciones de parentesco, origen geográfico de los procesos que estudia, entre otras muchas cosas. Como bien saben los antropólogos desde hace mucho tiempo, conocer los datos personales es muy importante, aunque estos no se publiquen. Baste recordar el clásico libro de Oscar Lewis, Los hijos de Sánchez. El estudioso conoció todos los detalles de la vida de aquella familia de Tepito, aunque ocultó sus nombres con seudónimos en una época en la que no había ley que lo obligara.
Otro argumento para no admitir que los archivos históricos son fuentes de acceso público o que no hace falta consultar datos personales sensibles para las investigaciones académicas es que la protección de datos personales está limitada a la vida de los individuos, de modo que las personas que se dedican a hacer investigaciones de periodos más o menos alejados pueden estar tranquilos. Sin embargo, esto no queda claro en la ley, en especial con los llamados “datos sensibles”, cuya definición “los que afectan la esfera más íntima de la persona” es poco objetiva. Recientemente, el comisionado presidente del INAI abrió la puerta, en una entrevista, para que la protección de datos personales sea promovida por los “defensores de los hijos” o por los “parientes” de individuos cuyos documentos ya están en archivos históricos (ver aquí, en especial las páginas 9 y 10. Lamentablemente, como se trata de una entrevista que no fue editada, hay algunos puntos que no quedan claros). Puede verse que se trata de una puerta muy peligrosa. Si los descendientes se sienten afectados en la “esfera más íntima” por información de sus ancestros, estaríamos impedidos de conocer nombres y otros datos de quienes asesinaron a Melchor Ocampo, pues sin duda, alguno de sus descendientes puede sentirse ofendido; o tal vez alguna persona pudiera considerarse afectada si se leyera que es chozna de una mujer acusada de hechicería en la época colonial. De nuevo, puede decirse que exagero (y, en efecto, es algo ridículo), pero los documentos testados de la primera mitad del siglo XIX dan cuenta de que esto es posible.
Los datos personales, incluso los más “íntimos”, son importantes para el conocimiento de nuestra historia. Recientemente, un artículo resaltaba la importancia de los registros civil y eclesiástico al comenzar el siglo XX, incluso cuando los hijos nacían fuera de matrimonio, aspecto que sin duda es relevante para muchos, pues tiene que ver con el “honor” de las personas (dicho sea de paso: el honor también es un concepto histórico y tal vez sea tiempo de abandonar el que era más propio de los siglos XVIII y XIX, tan cargado de moral religiosa y machismo). En dicho artículo, aparecido en una revista académica, que dictamina las contribuciones mediante el sistema de “doble ciego” por pares académicos, se ejemplificaba con el caso de Adolfo López Mateos. Como se sabe, los embrollos en los documentos sobre su nacimiento ocasionaron que se llegara a asegurar que nació en Guatemala, con lo que no hubiera podido ser senador ni presidente. En realidad, como se muestra en dicho artículo, se trataba de un asunto más simple: el futuro presidente nació en el Distrito Federal años después de que muriera el esposo de su madre. No sé si el tener un ancestro que fue “hijo natural” (como si los hubiera artificiales) pueda afectar el “espacio más íntimo” de sus descendientes, pero sí estoy seguro de que resuelve una incógnita de muchos años y contribuye al conocimiento que ahora tenemos sobre la vida cotidiana y política de México en el siglo XX.
Si desea conocer más sobre el actual proceso para la Ley General de Archivos, puede consultarse aquí.
Alfredo Ávila es presidente de la Mesa Directiva del Comité Mexicano de Ciencias Históricas.
Fuente: Nexos