Se discute estos días en el Congreso la Ley General en materia de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación. Se suponía que habría siete parlamentos para que los científicos hablaran.
La ciencia no ocupa un sitio importante en las fantasías del Comandante Supremo. Y los científicos menos aún, pues les interesan asuntos que le resultan antipáticos a la ficción de país que a él lo conmueve. Son estudiosos y expertos en teorías y asuntos que no entiende y, por si fuera poco, lo hacen en las universidades. Y para acabarla pertenecen a la clase media pervertida por el “aspiracionismo”.
Bueno, pues ahora más vale que alineen su curiosidad científica a los “Programas Nacionales Estratégicos” que disponga el Comandante Supremo por medio de María Elena Álvarez-Buylla, la directora de lo que ella llama “el CONACYT de la 4T”.
Se discute estos días en el Congreso la Ley General en materia de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación. Se suponía que habría siete parlamentos para que los científicos hablaran. Bueno, pues la voluntad de la dueña del CONACYT ha llegado a tal nivel que sus convicciones personales se presentaron como ya analizadas y sancionadas por esos siete parlamentos aunque sólo se habían realizado dos.
La ley es discutible, claro. Resulta difícil aceptar que, como dice su artículo 80, “las actividades académicas que realicen los Centros Públicos deberán ser congruentes con las bases, principios y fines de la política pública”. ¿Qué quiere decir eso? En mi caso me pregunto si puedo estudiar a López Velarde sólo si demuestro antes que amaba a los pobres y es, por tanto, un asunto ¿“estratégico”?
La crítica de los científicos y sus instituciones ha sido enérgica. Creen que la ley coarta la libertad académica y la autonomía en la toma de decisiones; que limita la exploración de temas nuevos, cambia la evaluación de pares y de organizaciones académicas (la ANUIES o el Foro Consultivo Científico y Tecnológico) por “expertos externos” (siempre afines e incondicionales) y aún limita el de las universidades; subordina al personal académico a la normativa de los burócratas; convierte a los investigadores en seres “privados” que deben subordinarse al interés “público”; hace del gobierno el único sancionador de áreas y temas de investigación; eleva a rango científico los “saberes ancestrales” y, sobre todo, convierte en método científico una doctrina ideológica de reciente creación (el “humanismo mexicano”) ante la que los académicos, formados para pensar y discutir en libertad, deberán mostrarse sumisos y guardar entusiasta silencio.
También deberán aprender de los ejemplos que en los hechos epistémicos (palabra preferida de Álvarez-Buylla) ya han sido probados metodológica y racionalmente desde que ella manda. Por ejemplo, convertir al fiscal Gertz Manero en miembro del más alto nivel en el Sistema Nacional de Investigadores a pesar de ser un plagiario, o a otro plagiario, Romero Tellaeche, en director del CIDE. ¿Qué importa que plagien si aman a los pobres y a los saberes ancestrales?
O entregarle a su amigo John Ackerman 5 millones anuales desde 2018 porque su afán de convertir a México en una “verdadera democracia” fue sumariamente declarado por ella “Programa Nacional Estratégico”, aún antes de que él, que también es su asesor, la acompañara a presentarle al Supremo el proyecto de ley que ahora se discute…
En fin, que de ahora en adelante la ciencia habrá que someterse a “la agenda del Estado” y deberá “seguir luchando —como ordena Álvarez-Buylla— por una transformación de las estructuras económicas y del orden económico y político del mundo”.
Otra transformación que ya casi llega…
Fuente: El Universal