Lo del “plan B” de reforma electoral es, de manera llana y simple, una estupidez. Es la contrarreforma más perversa de cuantas ha planteado el Presidente de la República durante su desatinado gobierno y la perversión siempre es una expresión de la estulticia. Porque frente a los que consideran a López Obrador como una mente maestra de un proyecto populista de largo aliento, coherente y con objetivos claros, yo creo que esta ha sido una gestión transcurrida a tontas y a locas, con decisiones tomadas por capricho e intuición y con un profundo desprecio por el conocimiento técnico.
López Obrador ha basado buena parte de su aura de santidad en el mito de su martirologio en 2006. Según la mitología oficial, en aquel año hubo un descomunal fraude, resultado de un compló de los conservadores–neoliberales y de la mafia del poder para impedir su inevitable llegada a la Presidencia de la República, destino mítico de su trayectoria heroica, iniciada en los camellones chontales, recién retornado a su Tabasco natal después de su –breve– viaje iniciático a capital para obtener el barniz universitario indispensable que le permitiera convertirse en intermediario político.
López Obrador construyó su carrera electoral como especialista en ser víctima de fraudes electorales. La narrativa usada para enmascarar su derrota en 2006 fue producto de una muy hábil interpretación de la historia nacional, apoyada en lo verosímil de su indignación después de las elecciones de 1988 y 1994, cuando evidentemente hubo maniobras ilegales en contra suya para evitar su triunfo en el gobierno de Tabasco.
A partir de 2006, buena parte del discurso legitimador de López Obrador se ha basado en el denuesto al sistema electoral construido a partir de la última década del siglo XX, como si nada hubiera cambiado respecto a los tiempos en los que el resultado oficial de las elecciones era un producto de diseño acordado en la Secretaría de Gobernación después de negociaciones y ajustes entre las partes, todas ellas pertenecientes a la coalición de poder llamada PRI.
El encono discursivo de López Obrador contra el INE reverbera en la sociedad sobre la base del mítico fraude de 2006 y del supuesto dispendio de recursos que su operación implica, sobre todo por el sueldo de sus funcionarios. Pues vaya que ese sí es un choro mareador, una sarta de paparruchas manipuladoras para dinamitar la piedra de toque de la incipiente democracia mexicana: el órgano encargado de la competencia electoral.
Por eso el Informe que la Secretaría Ejecutiva del Instituto Nacional Electoral ha presentado a su Consejo General y a la opinión pública sobre las posibles implicaciones prácticas del llamado “plan B” de reforma electoral, promovido por el Presidente de la República y sostenido de manera irreflexiva por su coalición legislativa, es una auténtica sirena de alerta frente a la regresión autoritaria.
El informe es producto de una consulta con quienes operan cotidianamente los procesos electorales desde la estructura del servicio profesional electoral, los organismos locales electorales y la estructura central del INE. Se trata de un documento prolijo y detallado, que en esencia describe el desmantelamiento de la estructura formal del Instituto y la desaparición de la base del servicio profesional electoral encargado de tareas sustantivas del registro ciudadano y la operación comicial.
El informe detalla las implicaciones operativas de la desaparición de las juntas distritales, el estrechamiento de las juntas locales y la afectación a la estructura central del INE, pero revisa también las afectaciones laborales y presupuestales de una reforma sin sustento técnico, basada en prejuicios y diagnósticos superficiales.
También se analizan las implicaciones centralizadoras y prácticas de la desaparición de los organismos locales electorales. Si uno de los mayores defectos de la última reforma electoral fue su impacto sobre el federalismo y la responsabilidad de las autoridades locales, la propuesta presidencial que está a punto de aprobarse simplemente aniquila cualquier resto de implicación local en la elección de los órganos de autogobierno de los estados y municipios.
Pero más allá de la afectación a la estructura y la capacidad operativa del INE, la contrarreforma en curso tiene implicaciones ominosas en lo que toca a los procedimientos electorales institucionalizados progresivamente a partir del nacimiento del IFE y que han sido cruciales para garantizar la competencia poliárquica.
Si hay un aspecto problemático en la operación actual de las elecciones es la integración de las mesas de casilla y la capacitación de los vecinos que se encargan de organizar la votación y contar los sufragios en cada barrio. Sin estructura local coordinadora y con tiempos de capacitación reducidos, la calidad de la operación concreta de la elección se pone en serio riesgo.
Otro asunto es el involucramiento del gobierno en la conformación del listado nominal de electores, con la introducción del absurdo de la validación por parte de la Secretaría de Relaciones Exteriores del padrón de votantes en el extranjero.
Las reformas también son regresivas en lo que se refiere a la equidad e la contienda, pues beneficia a quienes ostentan cargos públicos a la hora de hacer campaña y avala el uso de las campañas de publicidad gubernamental con fines electorales.
Vale la pena ver el informe completo para entender la magnitud del retroceso democrático que pretende imponer la actual mayoría legislativa, sin más sustento que las diatribas presidenciales en contra del INE y el mito del dispendio y la inutilidad construido desde el púlpito de Palacio Nacional, pero que no resiste el menor análisis serio de funcionalidad organizacional.
La reforma es tonta, porque al final de cuentas se va a convertir en la principal fuente de ilegitimidad de cualquier triunfo apretado por parte de la coalición de poder actual. Una sopa de su propio chocolate.
Fuente: Sin Embargo