No es que el gobierno de Felipe Calderón carezca de méritos en absoluto. Los datos que ha presentado en el Sexto Informe de Gobierno nos hablan de un sexenio al que debe reconocerse el incremento de la infraestructura del país, un notable avance en la cobertura de la protección a la salud y la estabilidad financiera conseguida entre los procelosos mares de la crisis económica global.
El texto del informe añade por supuesto muchas otras prendas, pero tengo para mí que son éstas tres las que habrían de merecer, sin mezquindades ni sesgos partidarios, el aplauso colectivo.
El problema es que el recuento de los errores y de los costos derivados de las decisiones mal tomadas es mucho más largo y será el que, al final del día, prevalecerá inexorablemente en la memoria colectiva.
Si viviéramos en un país menos agitado, el gobierno que está por concluir podría dejar lecciones muy valiosas sobre el riesgo de confundir los diagnósticos bien hechos con el diseño y la implementación de buena parte de las políticas en curso. Y es que en términos generales, la selección de los problemas públicos que decidió enfrentar el presidente Calderón fue la correcta. ¿Quién podría negar que la seguridad pública, la generación de empleos y el desarrollo social no constituían los puntos principales de la agenda pública de México en el año 2006 o que, tras el estallido de la crisis económica global, no era indispensable proteger a las finanzas públicas de los efectos que traería la recesión mundial?
Los diagnósticos planteados por Felipe Calderón en su Sexto Informe de Gobierno acertaron en lo fundamental, pero éstos no se correspondieron con las acciones emprendidas ni, mucho menos, con la oportunidad y el costo enorme que trajeron consigo durante su implementación.
Apenas si es necesario insistir en que el mayor de todos ellos fue, de lejos, el de la vida, la seguridad y los derechos humanos de decenas de miles durante la guerra emprendida contra el crimen.
La versión del Presidente es que al final del día se revirtió la tendencia que debilitaba al Estado mientras se fortalecía a los criminales y que hoy contamos con instituciones jurídicas y fuerzas de seguridad mucho más sólidas que antes.
Pero lo cierto es que el gobierno mantuvo hasta el final una política cuyos resultados siguen siendo inaceptables y cuya implementación —todavía fallida en puntos tan notables como la depuración de las fuerzas de seguridad y la recuperación cabal de los territorios conquistados por el crimen— trajo costos políticos y humanos gigantescos.
La estrategia seguida y la renuencia del gobierno a incorporar la verdadera colaboración de la sociedad en la recuperación de su seguridad han sido y serán, sin duda, el talón de Aquiles del sexenio y pesarán inevitablemente en el juicio del sexenio.
De otro lado, es verdad que el gobierno de Felipe Calderón tuvo éxitos notables en la construcción de infraestructura y en la cobertura universal de salud y educación básica. El acceso a esos bienes colectivos mitigó en parte el deterioro del ingreso familiar —como lo ha documentado Coneval— pero no contuvo el deterioro del ingreso ni impidió que la desigualdad social se incrementara. Con la mirada puesta en la estabilidad de las finanzas, el Presidente consiguió evitar que el sexenio terminara en otra crisis recurrente, pero no logró que el conjunto de la sociedad llegara, como decía su eslogan, a vivir mejor. La lucha contra la pobreza y la desigualdad se volvió a perder en el sexenio que termina.
Y aunque el conjunto de medidas que ha tomado hacia el final del recorrido reivindican en parte el compromiso que debió asumir desde un principio en favor de la transparencia, la gestión pública abierta y la rendición de cuentas, es innegable que el gobierno federal vio esos temas con desdén durante mucho tiempo, y que no ha sido sino hasta el final cuando los ha incorporado al lugar que merecían desde un principio en la agenda gubernamental: cuando ya resulta demasiado tarde y cuando los nuevos mandos del país cargan consigo sus propias iniciativas sobre el tema.
Marcado por el conflicto político desde que llegó a la Presidencia, Felipe Calderón pagó los costos de su propia obstinación con la derrota electoral del 2012 y la vuelta del PRI.
Y aunque sería injusto e impreciso decir que fue un sexenio inútil, es también inevitable registrar que la inseguridad, la ausencia de justicia, la desigualdad y la corrupción siguen siendo —objetivamente hablando— los problemas más graves del país y los que integran, con mucho, la más larga lista de tareas pendientes para el próximo gobierno. Nada comenzará de cero pues en efecto algo se ha avanzado, pero el esfuerzo que el país requiere para salir de esos pantanos es todavía monumental.
Publicado en El Universal