Leí con gusto que el Fondo de Cultura Económica publicaría en breve una traducción al castellano del libro escrito por Thomas Piketty que ya le ha dado la vuelta al mundo: Le Capital au XXI Siècle (El Capital en el Siglo XXI, Éditions du Seuil), editado apenas en 2013 y traducido al inglés por Belknap Press y Harvard University. Este libro ha merecido decenas de reseñas –varias publicadas en estas mismas páginas– por la fuerza de su argumento principal: que la verdadera riqueza que gobierna al mundo sigue siendo hereditaria. La que se acumula en unas cuantas manos y pasa a las generaciones posteriores, perpetuando la desigualdad.
En palabras de Paul Krugman –Premio Nobel de Economía en el 2008–, la “idea principal del libro es que no sólo hemos vuelto a los niveles de desigualdad en el ingreso que había en el Siglo XIX, sino que también hemos regresado al ‘capitalismo patrimonialista’, en el que las cumbres dominantes de la economía no están controladas por individuos talentosos sino por dinastías familiares” (en The New York Review of Books, Mayo 8 del 2014).
Tras una notable revisión de largo aliento de los datos sobre ingreso y acumulación del capital, Piketty ha conseguido confrontar las tesis que dominaron los supuestos de la economía global durante décadas, según las cuales las reglas del mercado, el solo crecimiento de la economía y la competencia abierta podrían producir mejores equilibrios en el ingreso de las sociedades y mayores oportunidades de igualdad, que cualquier intervención impuesta desde los gobiernos. Una verdadera revolución en el pensamiento económico en boga, que además se produce con las mismas herramientas analíticas que habrían servido antes para sostener la esperanza de una redistribución justa del ingreso a partir del esfuerzo sostenido de individuos y comunidades.
Con una base de datos portentosa, Piketty no sólo advierte que el dominio de “los herederos” obedece a la crisis de la primera década de nuestro siglo, sino que se trata de algo que ha venido sucediendo desde la mitad del Siglo XX y que, hacia el comienzo de este nuevo ciclo, en efecto, nos ha devuelto a los viejos estándares aristocráticos que produjeron antes las revoluciones liberales. Una tesis que pone el problema de la desigualdad como algo que está mucho más lejos de la paciente espera al advenimiento feliz del equilibrio de mercado –como habían aconsejado muchos de los economistas de mayor influencia –, sino que desafía también el papel más bien pasivo que están jugando los Estados y las sociedades mientras la vieja acumulación del capital sigue su curso y la desigualdad se extiende, con todas sus tragedias asociadas, por todos los países.
Será inevitable que este libro nos obligue, además, a desempolvar los viejos textos de Karl Marx: la tesis enmohecida del origen de todas las desigualdades, basada en la acumulación original y la herencia de los capitales hacia las generaciones posteriores, del mismo modo en que se hereda la pobreza y la incapacidad de salir de ella por la pura fuerza de los méritos y del trabajo propio. Y de ahí en más, las lecturas políticas que seguirán a la interpretación de Piketty pueden tomar todos los rumbos: desde los más sensatos, como el del propio Krugman, quien desde hace mucho está llamando a los gobiernos a modificar su postura ante la regulación de los mercados, la redistribución legítima de la riqueza y la herencia injusta, hasta quienes quizás volverán a leer a Marta Harnecker y convocar a la revolución social.
Como sea, el argumento es devastador. Y lo menos que puede pedirse en casa es que la reflexión global que ha desatado no nos vuelva a ser ajena, como tantas otras sucedidas antes. Y mucho menos, en este país nuestro, donde la acumulación del capital y sus herencias poderosas se han forjado en las mismas recámaras oscuras del Estado corrompido, que luego se duele de la desigualdad al asomarse a las ventanas.
Fuente: El Universal