La narrativa en la imaginación del Supremo es formidable y culmina en un ejercicio demodestia: “Hemos enfrentado todo tipo decalamidades y siempre México de pie…”
Un ingrediente cada vez más presente en los discursos del Supremo es el de la grandeza mexicana. Es una grandeza inata, es decir, que se esgrime sin contraargumentos y es sostenida por los mismos a quienes bendice. Es una grandeza que, como todo nacionalismo, lo es por el simple hecho de haber sucedido en un territorio común y no en otro: una grandeza geográfica.
Si el Supremo presume ser el segundo mejor presidente del mundo, la patria no puede ser menos. “Bueno, somos potencia, estamos como en el primer lugar en el mundo en cuanto a nuestra grandeza cultural, la reserva de valores culturales, morales, espirituales, de México es muy difícil que se encuentre en otras partes.”
La naturaleza de este patriotismo es intrigante. El Supremo suele encomiarlo cada vez que está siendo filmado y, de pronto, descubre que detrás de él se ha manifestado una pirámide. Cuando tal cosa ocurre, el Supremo inicia la ritual alabanza de la grandeza mexicana sometiéndose a una argumentación obligatoria. El primer acto de esa argumentación es que “México se ha enfrentado a todo tipo de calamidades” (algo que su mera presencia en la pantalla ya hace evidente).
Después, argumenta que, más allá del tamaño de la calamidad, “México siempre resurge” porque México “es heredero de estas culturas, de estas grandes civilizaciones”, y señala con parsimonia a las pirámides correspondientes que proceden de inmediato a apaciguar alguna calamidad. Todo recuerda a los dioses de La serpiente emplumada, aquella graciosa novela de D.H. Lawrence en la que, además de Quetzalcóatl y Huitzilopochtli, aparece Ramón Carrasco, personaje que tiene no pocas similitudes con nuestro actual Supremo en esto de vencer calamidades en general.
La narrativa en la imaginación del Supremo es formidable y culmina en un ejercicio de modestia: “Hemos enfrentado todo tipo de calamidades y siempre México de pie, por su pueblo, que es heredero de estas culturas, de estas grandes civilizaciones. Porque México es una potencia cultural. Si no es la potencia cultural más importante del mundo, está entre las más importantes del mundo.”
Es emocionante: nuestro Supremo, en su avatar de Historiador Superior, se ha pronunciado: “México es una de las potencias culturales más importantes del mundo.” Es decir, ha alcanzado los niveles de grandeza civilizatoria adecuados, por lo cual “en México debemos defender nuestras costumbres y tradiciones que nos legaron las antiguas culturas, las grandes civilizaciones que florecieron en México y son las que nos protegen”.
Porque en México “la familia, la solidaridad familiar y comunitaria”, así como el “apapacho” (concepto esencial del “humanismo mexicano”), fortalece nuestra idiosincracia “que no existe en otros países, o no le dan importancia, o fue destruida por el individualismo o el egoísmo”. Esto es lo que obviamente ocurrió en otros países de costumbres y tradiciones carentes de apapacho, que por no tener pirámides ni costumbres ni tradiciones, en vez de ser potencia cultural son un desastre.
Un elocuente ejemplo de ese desastre cultural y de la anexa falta de valores y de la adjunta carencia de potencia cultural es lo que sucede, por ejemplo, en Estados Unidos, donde, como narra el Supremo, “fueron unos padres con un juez para acusar al hijo que ya había cumplido 30 años y no se iba de la casa, y el juez les dio la razón y lo sacaron de la casa”. En cambio, sigue diciendo el Supremo, “es muy raro que eso pase en México”, y eso es “lo que nos protege, nuestras culturas que nos han protegido frente a muchas calamidades”.
Porque en Estados Unidos hay 100 mil difuntos anuales por overdosis de fentanilo y en México no. Y agrega el Supremo: “Nosotros lamentamos mucho que en Estados Unidos no hayan tomado decisiones a tiempo para evitar tanto individualismo, tanta separación de los hijos de las familias en edades muy tempranas, dejando a los hijos en el abandono, sin cuidarlos, protegerlos, apapacharlos, amarlos,” dice el Supremo, lamentando que nuestro “humanismo mexicano” no haya llegado aún a ese país desventurado al que sí llega –quién sabe de dónde— el fentanilo.
Fuente: El Universal