Tengo la impresión de que la emoción despertada por los hechos de Iguala ha desenfocado la mirada social respecto a otras manifestaciones evidentes de la crisis política que vive México. La construcción simbólica alrededor de los 43 de Ayotzinapa ha movilizado a miles de ciudadanos, la mayoría jóvenes estudiantes identificados con las víctimas. La incapacidad estatal para investigar y aclarar fehacientemente lo ocurrido el 26 de septiembre ha contribuido a fortalecer la idea del martirologio de los normalistas y ha alimentado la movilización social. Sin embargo, la conmoción compartida ha llevado también a que se olvide que existen indicios serios de que en Tlatlaya, meses antes, integrantes del ejército ejecutaron a 22 personas que se habían rendido y que muy probablemente no se trate de un hecho aislado, sino de una práctica reiterada en la actuación del ejército y la marina en la guerra contra las drogas que Calderón los puso a librar.

            El foco puesto sobre el destino de los normalistas ha dejado en una zona oscura el que sí puede ser realmente un crimen de Estado con responsabilidad de las fuerzas armadas y de sus dos últimos comandantes supremos. Antes de los acontecimientos de Iguala, la detención y formal prisión de los soldados señalados como autores materiales de la masacre de Tlatlaya parecía ser la punta de la madeja que, de desenmarañarse, permitiría saber si el ejército y la marina han llevado a cabo una política explícita de ejecuciones, como se puede colegir de las estadísticas y de algunas declaraciones imprudentes como aquella del general Jorge Juárez Loera, recientemente retomada por el periódico británico The Guardian, cuando decía que le “gustaría que los reporteros cambiaran sus notas y ahí donde decían ‘un asesinato más’, dijeran ‘un criminal menos’”. El asunto, sin embargo, ha sido relegado de los medios por lo de Iguala, al grado que si se le busca en Google, la última nota que aparece es del 7 de noviembre.

            Así, el clamor por la aparición de los 43 ha resultado muy conveniente para echar tierra a un tema que, de ser investigado a fondo, podría descubrir una violación sistemática de los derechos humanos por parte del Estado mexicano y, sin duda, generaría gran tensión en las relaciones entre las fuerzas armadas y el gobierno. Me temo, sin embargo que el asunto, por más que se le haya quitado el foco de encima, está detrás de los desproporcionados discursos recientes de los secretarios de Defensa y Marina.

            A la vez, el asunto del conflicto de intereses en la construcción y la financiación de la casa familiar del presidente de la República —no es relevante que sea su esposa la que asuma la responsabilidad de la transacción— ha sido más un tema periodístico que motivo de la movilización social. En las redes sociales la principal mofa ha sido por lo desproporcionado de los ingresos declarados por la señora en sus tiempos de actriz, más que por el hecho de que haya sido una empresa beneficiada ampliamente por contratos públicos durante la gestión de Peña Nieto como gobernador la fiduciaria en la adquisición de la ostentosa mansión. El asunto es muy grave; en otros países temas similares han llevado en los últimos días a la renuncia de altos cargos, como la ministra de Sanidad de España o, más notoriamente, en Alemania la del presidente de la República. Aquí, en cambio, se ha tratado el tema de manera casi anecdótica, como un asunto de picaresca, un simple adobo para la protesta social.

            El foco social concentrado en Guerrero ha conducido a una respuesta presidencial igualmente mal enfocada. De entrada, los municipios han resultado los chivos expiatorios sobre cuyo sacrificio se pretende construir la no demasiado novedosa estrategia de justicia y seguridad. Como la versión compartida por los manifestantes y el gobierno es que el principal responsable de lo de Iguala fue el alcalde, entonces lo que hay que hacer es dotar al gobierno de facultades para disolver ayuntamientos, y como las policías municipales suelen corromperse, entonces hay que desaparecerlas, como si no todas las policías del país fueran proclives a la corrupción. Una vez más, la solución a los problemas de nuestro contrahecho federalismo y a la debilidad de los poderes locales es la centralización, igual que en los tiempos de don Porfirio o en los años dorados de la época clásica del monopolio del PRI. Puestos a disolver municipios ¿por qué no de plano volvemos al modelo de los jefes políticos, tan eficaces ellos para mantener la paz a toda costa? En lugar de apostar por la reconstrucción institucional del poder local, Peña apuesta por su disolución.

            La reforma policial propuesta por el presidente, que concentraría las tareas de seguridad en policías únicas estatales, no sólo debilita al ayuntamiento como espacio democrático de gobierno sino que no resuelve el tema de la ineficacia y la corrupción de las policías. Lo planteado por Peña no parece ser el principio de una nueva historia policial que transforme a las fuerzas policíacas en servicios policiales auditados socialmente y responsables de sus actos, como reiteradamente lo ha señalado Ernesto López Portillo.

            El discurso presidencial, por lo demás, apenas si se mostró autocrítico. Ni una palabra sobre la más equivocada de las políticas públicas que se encuentran detrás de la crisis actual: la guerra contra las drogas. Para Peña Nieto los criminales están ahí por ensalmo, no porque la propia estrategia estatal haya generado incentivos para su fortalecimiento y diversificación. Las acciones anunciadas sobre derechos humanos y fortalecimiento de la judicatura sonaron genéricas y repetitivas y nada dijo de la transformación necesaria de la procuración de justicia, como  si el tema hubiera quedado agotado por la reciente reforma que le otorgó autonomía a la fiscalía.

            En cuanto a la corrupción, tema sobre el que desde su toma de posesión prometió medidas pero que abandonó después para concentrarse en el resto de sus reformas, el paquete anunciado retoma bastante de lo planteado desde hace años por la Red por la Rendición de Cuentas y si se legisla adecuadamente puede significar algún cambio. Sin embargo, el presidente abordó la cuestión como si no existieran señalamientos hacia él, como si la corrupción estuviera en otra parte. El foco apuntado hacia otro lado. Más que diez acciones de fondo, con las cuales comenzar  un proceso serio de reforma estatal, el presidente anunció diez parches para intentar salvar la nave del hundimiento.

 Fuente: Sin Embargo