No pasaron ni dos horas del anuncio que hizo el presidente Enrique Peña Nieto sobre las ocho acciones ejecutivas orientadas a prevenir la corrupción y el conflicto de interés de los funcionarios, para que las críticas llovieran a borbotones en diferentes medios. Para salir de la fuerte crisis de credibilidad y de legitimidad del gobierno actual hacía falta algo más que códigos de ética, protocolos de integridad y lineamientos. La promesa de una declaración de intereses (sin hacerla pública) y el nombramiento de un secretario de la Función Pública a modo, en una dependencia debilitada por la reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal de 2012, son paliativos de una estrategia anticorrupción con efectos sociales adversos.
Cuesta trabajo pensar que el Presidente no entienda. Desde su campaña entendió y bastante bien, que la corrupción, en sus diversas manifestaciones, sería el lastre de su gobierno. Los índices de medición de percepción de la corrupción de Transparencia Internacional muestran cómo México no ha mejorado en los últimos cinco años, colocándose muy por detrás de sus principales socios y ocupando el último lugar de la tabla de los países miembros de la OCDE.
Desde la Red por la Rendición de Cuentas diversas organizaciones han propuesto, con base en la evidencia y las mejores prácticas internacionales, la pertinencia de crear un Sistema Nacional Anticorrupción. Un sistema que permita no sólo corregir comportamientos contrarios a derecho, sino también prevenir actos de corrupción y sancionar a los responsables. Se trata de un sistema porque se requiere que al menos cuatro instancias, y no solo un órgano, trabajen de manera transversal sobre los tres poderes públicos y los tres niveles de gobierno. Este modelo fortalecería el sistema de pesos y contrapesos de cualquier gobierno democrático. Sus pilares serían: una Secretaría de la Función Pública fortalecida, una Auditoría Superior de la Federación con mayores facultades de fiscalización oportuna, un Tribunal de Cuentas capaz de procesar faltas administrativas graves y una Fiscalía Anticorrupción que ya ha sido delineada en el Congreso, pero cuyo titular no ha podido ser nombrado por falta de acuerdo entre los partidos. También es necesario un nuevo sistema de responsabilidades centrado en la certeza, la meritocracia y un servicio profesional de carrera mejorado. Es decir, un sistema que no permita favores políticos o intocables.
El segundo argumento es que con nuevas instituciones no se resolverá un problema tan complejo como el de la corrupción. Ahí habría que precisar: no sólo con nuevas instituciones pero sí con un diseño que permita modificar comportamientos, evitar la impunidad y hacer más eficiente el entramado institucional que ya se tiene.
En los últimos meses, la clase empresarial mexicana, organizaciones sociales de diversa orientación y académicos se han sumado a propuestas de largo plazo como el Sistema Nacional Anticorrupción y otras de corto plazo, con orientación electoral, como la cruzada anticorrupción de Coparmex o la exigencia de la publicidad de la declaración patrimonial, de impuestos y de intereses.
Pero, frente al reclamo social, el mensaje que ha enviado el gobierno en los últimos meses es el de la derrota cultural, y otro peor: que en este país la corrupción tiene permiso.