Así como James Carville logró enfocar la campaña de Bill Clinton en 1992 con la frase “La economía, estúpido” escrita en el pizarrón del “cuarto de guerra” del candidato, hoy en México todos los que analizamos la realidad nacional y los que hacen política deberíamos tener claro que el tema central a enfrentar con toda seriedad y energía, el asunto que debe mover a la indignación colectiva y alimentar la construcción de alternativas políticas, es el de la corrupción acendrada de nuestra vida pública. No hay asunto más urgente que el de una profunda transformación de lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer en el ejercicio gubernamental y legislativo, desde el policía de la esquina hasta el Presidente de la República. Si no cambian las maneras del quehacer público en México, ni se va a atraer las grandes inversiones con las que soñó el actual gobierno (algo llegará, pero seguramente serán aquellos empresarios dispuestos a depredar y saquear gracias a la complicidad de los funcionarios venales), ni se va a frenar al crimen organizado, ni se va a acabar con la inveterada violencia que aqueja a la sociedad mexicana.
Desde luego, tampoco se combatirá de manera efectiva el mayor de nuestros males: la desigualdad, pues la corrupción implica la existencia de mecanismos alternativos para la solución de problemas, distintos a los basados en la igualdad ante la ley; en el proceso de negociación corrupto, el que sale beneficiado del arreglo alcanzado es quien más recursos tiene. Los marginados, los débiles, son siempre las víctimas de la podredumbre del arreglo social.
La corrupción es una tara histórica de la construcción estatal mexicana. El régimen del PRI la institucionalizó como el procedimiento común para resolver los problemas de agencia de un Estado mal armado, poco legítimo y con recursos limitados. La libertad otorgada a cada agente del Estado para explotar su cargo de manera particular, permitió mantener una burocracia mal pagada, sin demasiadas capacidades técnicas, pero fuertemente disciplinada por medio de mecanismos clientelistas: el jefe reparte el empleo entre sus validos y les permite aprovecharse del cargo a cambio de apoyo en su proceso de ascenso en la escala de poder. La administración pública mexicana es un sistema de botín, exactamente lo opuesto a una burocracia basada en la lógica legal—racional, meritocrática, que en la teoría se identifica con los Estados modernos.
Pedirle al PRI que se comporte de una manera distinta es pedirle peras al olmo; lo sorprendente ha sido que aquellos que crecieron políticamente como paladines del combate a la corrupción, una vez en el poder se acomodaron muy bien a las maneras de hacer las cosas que los priistas les heredaron. La derrota histórica del PAN radica en que sus dos consecutivos gobiernos ejercieron el poder de la misma manera que sus adversarios históricos. El PRD, por su parte, comparte código memético (para usar el neologismo acuñado por Richard Dawkins) con el PRI y la mayor parte de sus cargos electos con responsabilidad ejecutiva provienen de la matriz del partido de la revolución institucionalizada, así que poco se podía esperar de ellos.
Los recientes escándalos, sin embargo, han generado especial abominación por la evidencia del aprovechamiento privado de las posiciones públicas en que ha incurrido el actual Presidente de la República. No es que no supiéramos que así se suelen comportar los políticos mexicanos; pero al menos antes eran rumores, dichos, vox pópuli. Ahora, gracias a lo alcanzado en materia de transparencia y a la mayor libertad de prensa, las evidencias están a la vista de todos. Y frente a ello, Peña Nieto ha salido con un domingo siete.
No es que el presidente no entienda. Bien que entiende que con la legislación actual y con el andamiaje institucional vigente tiene las espaldas cubiertas. Lo indignante es que ni siquiera se muestra dispuesto a dar el paso para un borrón y cuenta nueva. En lugar de forzar a su partido a que se tome el asunto en serio y destrabe la construcción de un sistema anti—corrupción eficaz y con consecuencias, con autonomía para investigar y sancionar, nombra a su valido como el encargado de investigar los señalamientos en su contra. De verdad, para seguir con los lugares comunes, el nombramiento de Virgilio Andrade corresponde a la práctica tradicional del atole con el dedo. No se hace cargo Peña Nieto de lo profunda que se está haciendo su falta de credibilidad y de lo mucho que ello socava la legitimidad del Estado Mexicano.
Si hoy en lugar de estar frente a una elección para diputados estuviéramos en una campaña presidencial, el candidato que focalizara su campaña en la corrupción como el gran problema nacional podría capitalizar eficazmente el profundo desprestigio en el que se ha hundido el actual gobierno. Andrés Manuel López Obrador es el político que mejor entiende la fuerza electoral del discurso de honradez frente a la corrupción endémica; no importa que no tenga un proyecto articulado y que sólo eche por delante la voluntad personal: si las demás fuerzas políticas, empezando por el actual gobierno, no enfrentan con seriedad el asunto, el pronóstico del estratega de Macuspana se puede hacer realidad y la tercera puede ser la vencida.
Fuente: Sin Embargo