En México enfrentamos complejos problemas de corrupción. Las estimaciones sobre el costo de los actos corruptos en las economías familiares y para la economía nacional, así como las encuestas de percepción colocan a nuestro país en sitios poco honrosos en los rankings comparativos internacionales. Por ejemplo, el Foro Económico Mundial estima que el costo de los actos corruptos en México es del orden del 9% del PIB, y Transparencia Mexicana calcula que en 2010 el costo económico de la corrupción en México fue superior a los 32 mil millones de pesos. Aunque conviene precisar que la corrupción no es característica de nuestro país o algo que resulte privativo de nuestra sociedad. Lo cierto es que la corrupción afecta, en diversos grados y con variados efectos, a prácticamente todas las sociedades en el mundo, con graves consecuencias para los derechos humanos. Por tal razón, más allá de las tradicionales valoraciones sobre las implicaciones culturales del fenómeno, en la mayoría de los países que se toman en serio el problema emprenden esfuerzos estructurales para resolverlo.
Entonces la pregunta central a contestar es de qué calado son las acciones emprendidas por el gobierno mexicano para combatir frontalmente el flagelo de la corrupción. Si nos atenemos a la implementación de decisiones de Estado, parece ser que hay una apuesta seria a jugar un rol protagónico en el concierto internacional de las naciones, pero un escaso compromiso con enfrentar el problema en terreno.
Describo aquí tres eventos destacados que, desde mi perspectiva, muestran esta tendencia. El primero de ellos fue el despliegue de la capacidad diplomática de México para realizar en nuestro país, en la Ciudad de Mérida, la Conferencia Política de Alto Nivel (2003) en la que los países miembros de las Naciones Unidas iniciaron las firmas de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (UNCAC). El impacto de estas actividades de carácter internacional es tan importante que a la postre la Asamblea General de las Naciones Unidas declararía, a través de su resolución 58/4, el 9 de diciembre como el Día Internacional contra la Corrupción en conmemoración de la reunión celebrada en México. El despliegue diplomático rinde sus frutos en términos de prestigio, pues a este tratado tan importante se le conoce como la Convención de Mérida (y entró en vigor el 14 de diciembre de 2005).
La segunda acción que muestra la importancia que reviste el ámbito internacional en las acciones del gobierno mexicano es el reciente nombramiento de Alfredo Esparza Jaime (de la Secretaría de la Función Pública) para presidir el Comité de Expertos del Mecanismo de Seguimiento a la Implementación de la Convención Interamericana contra la Corrupción de la Organización de Estados Americanos. No se entiende este nombramiento sin un importante esfuerzo de coordinación y acción diplomática encabezado entre la Secretaría de Relaciones Exteriores y la Secretaría de la Función Pública. Por supuesto esto coloca a México en un espacio privilegiado en América Latina en los procesos de instrumentación de la Convención. Paradójicamente, este mecanismo que fue diseñado como un espacio para que la sociedad civil participe, en México cuenta con tibios esfuerzos de promoción por parte del gobierno y carece de acciones notables y efectivas para incorporar a la ciudadanía.
En fin, vayamos brevemente al ámbito doméstico para revisar las señales que el gobierno envía en materia de combate a la corrupción. Primero, enfrentamos un abierto desafío por parte de diversas dependencias (la autoridad tributaria y la Procuraduría General de la República, principalmente) para acatar resoluciones en materia de transparencia y la persistente intención de colocar a un órgano revisor sobre el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública. Ambos ejemplos abren cuestionamientos respecto al compromiso con la transparencia, una de las herramientas principales contra la corrupción.
Otra contradicción es la propuesta presidencial de desaparecer la Secretaría de la Función Pública, instancia encargada del combate a la corrupción en el gobierno federal y de la implementación de los mecanismos de control en la administración pública. Aunque debe reconocerse que la SFP no es un órgano que destaque por su capacidad de sanción y efectividad, el punto nodal es que la intención de su desaparición no vino acompañada de una propuesta seria para implementar una política de combate a la corrupción, sino la creación de un puesto dentro de la oficina de la presidencia. También sobresalen: la incapacidad y la reducida eficiencia para perseguir posibles actos corruptos y castigar los que correspondan en seguimiento a los informes de la Auditoria Superior de la Federación; y la integración de averiguaciones previas débiles y acusaciones mal investigadas que son recurrentemente revertidas por jueces de control constitucional.
En suma, poco es el reconocimiento que podría escamotearse al gobierno mexicano por su labor en promover una imagen internacional, en el seno de los organismos multilaterales, de que el nuestro, es un país comprometido en la lucha contra la corrupción. Pero en la traducción de esa imagen en acciones concretas la acumulación de reproches y de legítimos reclamos puede ser altísima. El contraste está en que las medidas diplomáticas dan mucho prestigio mientras que, en un sistema y dentro de los arreglos políticos actuales, las acciones frontales suelen tener costos brutales o lo que es lo mismo, es un suicidio político.