La movilización del domingo fue un respiro en el enrarecido ambiente político mexicano. Ahora el problema es que quienes salimos a la calle tendremos que votar por unas candidaturas malolientes, de un signo o de otro y no tenemos margen más que hacerlo por el que nos parezca menos apestoso.
El domingo 18 de febrero, cientos de miles de ciudadanos salimos a manifestarnos en distintas ciudades de México y del extranjero en defensa de la incipiente y maltrecha democracia constitucional que, a trancas y barrancas, hemos podido construir en una nación con una larga historia de regímenes militares y autoritarios. La concentración del Zócalo de Ciudad de México, replicada en mayor y menor medida en distintas plazas del país y frente a las sedes diplomáticas en el exterior, mostró que existe una ciudadanía consciente de la relevancia de las instituciones construidas durante las últimas tres décadas, que nos han permitido tener elecciones libres y efectivas y le han puesto contrapesos al poder autocrático.
El domingo se expresó una parte vigorosa de la sociedad civil mexicana frente al intento de transformar la tentaleante democracia representativa y pluralista en una suerte de autocracia electiva, esa forma contemporánea de la tiranía de la mayoría que ha ido surgiendo en distintos países del mundo, aunque a lo largo de la historia existen miles de ejemplos de líderes encumbrados con el apoyo de las masas que acaban gobernando en beneficio de camarillas estrechas de allegados y protegidos.
Por más que el Presidente de la República y sus jilgueros insistan en identificar a los manifestantes del domingo con la candidatura de Xóchitl Gálvez y le impriman un sello clasista y de derecha, en realidad se trató de la expresión de una sociedad diversa, plural, con visiones distintas del país, pero que entiende que las reglas del juego deben evitar que sea la voluntad de un solo hombre o de una sola coalición, por mayoritaria que sea, la que gobierne, legisle, arbitre y juzgue en un país de 130 millones de personas, con enormes diferencias económicas, regionales, sociales, culturales y étnicas.
Lo que salimos a defender el 18 de febrero fue un orden constitucional con contrapesos y límites a cualquier forma de poder absoluto. México no cabe en la cabeza de un líder iluminado, por más que en su delirio él así lo crea. Mucho nos ha costado la construcción de reglas del juego claras y parejas, en un país donde las reglas siempre han sido negociables entre quienes ejercen el poder y aquellos con suficiente capacidad para comprar protección. Por supuesto que todavía estamos lejos de lograr un orden social de pleno acceso abierto, con un Estado que garantice la protección universal de derechos, pero nunca habíamos avanzado tanto en ese sentido como durante el cuarto de siglo previo a la llegada de López Obrador a la Presidencia.
El propio triunfo indiscutible de Morena en las elecciones de 2018 fue resultado del conjunto de reglas de que, de manera incremental, con ensayos y errores, se fueron construyendo como resultado de negociaciones entre distintas posiciones y sensibilidades políticas, entre intereses diferenciados y muchas veces contradictorios. Reglas para evitar la arbitrariedad política, pero también la económica, en un país donde el gobierno ha ejercido una enorme discrecionalidad a la hora de otorgar beneficios y derechos de propiedad, donde los monopolios protegidos por el Estado han ejercido un dominio reflejado en la abrumadora concentración de la riqueza y en la falta de oportunidades para desplegar nuevas iniciativas empresariales o personales exitosas.
La manifestación del domingo, con el estupendo discurso de Lorenzo Córdova, ha dejado claro que las reglas para limitar al poder y para generar mayor certidumbre jurídica, a pesar de sus limitaciones e imperfecciones, sí han alcanzado legitimidad en un sector muy amplio de la ciudadanía, aunque también es cierto que a buena parte de la población no le dice nada que existan órganos constitucionales autónomos ni un poder judicial independiente, pues su relación con el Estado sigue siendo a través de intermediarios que les brindan protecciones clientelistas a cambio de apoyo político. Esas redes fueron durante décadas administradas principalmente por el PRI, como ahora lo son por Morena.
El problema es que entre la ciudadanía que se movilizó el fin de semana pasado y los partidos políticos realmente existentes hay una brecha profunda. Las organizaciones partidistas con patente para competir en las elecciones son grupos cerrados, capturados por camarillas interesadas en medrar con base en el financiamiento público y en las jugosas rentas estatales asociadas a los cargos de elección popular que consiguen, más que en consolidar el cambio democrático y profundizarlo.
Los partidos mexicanos le quedan chicos a la sociedad civil. Protegidos por una legislación que impide que surjan nuevas opciones agrupadas en torno a propuestas políticas y listas de candidatos, los partidos que hicieron la transición han convertido sus registros en patrimonio privado y sus dirigentes disponen del financiamiento y de las candidaturas como si se tratara de añejos privilegios reales. Sin excepción, se trata de redes de clientelas donde se intercambian favores y lealtades, sin ningún principio o identidad ideológica, ya no se diga ética. De ahí que cuando a un operador con red no le dan lo que busca en el partido en el que está, simplemente busque acomodo en el de al lado.
Como la mayor parte del Estado sigue siendo un botín a capturar por los ganadores de las elecciones y solo una pequeña parte de la organización estatal se ha profesionalizado por medio de los organismos autónomos y sus servicios de carrera, entonces las campañas se convierten en una rebatiña y requieren cantidades descomunales de dinero para conquistar el premio que brindará jugosas tasas de retorno a los inversores, ya sea en contratos o en protecciones particulares para hacer negocios legales o ilegales. Así, por más que el INE fiscalice bien los recursos públicos y los privados que entran legalmente a las campañas, la mayor parte de los dineros con los que operan los partidos en tiempo de elecciones son de procedencia ilícita. Las campañas son grandes negocios para los operadores políticos, pero también resultan buenas inversiones para los empresarios rentistas o para los grupos del crimen organizado.
La movilización del domingo fue un respiro en el enrarecido ambiente político mexicano. Ahora el problema es que quienes salimos a la calle tendremos que votar por unas candidaturas malolientes, de un signo o de otro y no tenemos margen más que hacerlo por el que nos parezca menos apestoso.
Fuente: Sin Embargo