Todos tenemos intereses. Los gobernantes, legisladores, funcionarios públicos, jueces y reguladores también. Tener intereses no quiere decir necesariamente agendas ocultas ni objetivos indebidos. Puede tratarse de algo tan simple como negocios, inversiones o bienes propios o de parientes y amigos.
Algunas veces, estos intereses privados chocan con el interés público que deben proteger quienes ocupan un puesto de autoridad. Un gobernante toma decisiones que podrían beneficiar directamente a una empresa de sus parientes. Un legislador vota leyes que pueden determinar el éxito o fracaso de un negocio en el que planea invertir sus ahorros. Una juez decide sobre un caso en el que una de las partes está representada por un despacho en el que ella colaboró.
Un funcionario público compra suministros a la empresa de su cuñado. Un regulador define obligaciones que pueden beneficiar a un Fondo de Inversión administrado por su esposa. Una regidora vota por la creación de un parque público que aumentará el valor de su casa. Y un largo etcétera.
Al ejercer autoridad pública, es probable que, en algún momento, algún interés privado se cruce con el deber de proteger el interés general. Siempre podrá argumentarse que el funcionario puede separar los intereses públicos y privados, que las decisiones están hechas en el marco de la ley, que al hacerlo transparente se debe despejar cualquier sospecha o, como suelen hacer nuestros políticos, que “están dispuestos a ser investigados”.
Lo cierto es que, dentro de la ley, pueden privilegiarse intereses privados, que la transparencia no garantiza imparcialidad y que las investigaciones jamás encuentran indicios de ilegalidad. Y esto ocurre así porque en México no contamos con normas, estándares ni procedimientos para lidiar con el conflicto de interés.
Las democracias avanzadas, los organismos internacionales, muchas empresas e incluso planteles escolares tienen reglas claras para lidiar con posibles conflictos de interés. Y la razón es muy simple: la sola sospecha de conflicto de interés puede generar dudas sobre la calidad de una decisión y la ética de quien la toma.
Nuestros legisladores nos deben desde hace tiempo normas sobre este tema. Y no se trata de un detalle menor o de una demanda puritana. Cada vez que ocurre un caso patente de conflicto de interés, nos enredamos en malabares retóricos para denunciar o para tratar de defender lo indefendible.
En lugar de ello, lo que necesitamos es un marco jurídico y un conjunto de procedimientos para identificar riesgos, establecer obligaciones para que los políticos hagan explícitos sus intereses privados, definir reglas para que los funcionarios se abstengan de intervenir en casos evidentes, socializar y educar a políticos, funcionarios y periodistas y establecer un mecanismo para resolver casos concretos. Todo esto será más efectivo que el rito usual en el que nos escandalizamos, hacemos una cacería de brujas y una semana después pasamos a otro asunto.
@GmoCejudo
Profesor investigador del CIDE
Fuente: El Universal