En México, corrupción e impunidad son el rostro de una pandemia que corroe las entrañas del Estado. Han provocado la descomposición institucional y los hechos violentos y criminales, que por décadas han infringido una herida letal al tejido social.

Este fenómeno registrado en la memoria histórica junto con los horrendos atropellos a los derechos humanos, constituyeron el entretelón que sumó voluntades ciudadanas en el ascenso del Presidente López Obrador y abrigó la esperanza que el nuevo gobierno las acabaría.

La propuesta en la campaña política del entonces candidato López Obrador para acabar con la inseguridad, la violencia y el crimen organizado, fue regresar el Ejército a sus cuarteles. Pero bien pronto se rectificó y en su lugar buscaron amparar con un marco constitucional la actuación de las Fuerzas Armadas, iniciativa duramente criticada porque se dijo equivaldría a militarizar al país.

Entonces, se proyectó la creación de una Guardia Nacional, integrada por militares del Ejército, elementos de la Marina y la Policía Federal como Institución Civil de Seguridad, que con un “Mando Civil”, erradicaría la inseguridad que mantiene en vilo a la población, que hoy sufre indefensa sus estragos, frente a una delincuencia organizada y un Estado desorganizado.

La creación de la Guardia Nacional se sustentó argumentando la magnitud de la criminalidad; la violencia a ella asociada; la falta de un efectiva coordinación interinstitucional; una supuesta corrupción en la Policía Federal; la urgencia de cortar los nexos con grupos delincuenciales; y la disfuncionalidad de las policías Estatales y Municipales, por insuficiencia, impericia y precaria preparación.

Apoyados en este diagnóstico se creó la Guardia Nacional, determinando que, “no se podría atender el problema de la inseguridad y la violencia sin utilizar al Ejército y a la Marina”, y que, “sería irresponsable acuartelar a los militares y dejar a la población en la indefensión”.

Utilizar a los militares para combatir a la delincuencia organizada y con ello generar la estabilidad y el orden ansiado por la sociedad; implicaba un cuidadoso proceso de estructuración de la Guardia Nacional y una minuciosa operación de integración de la Policía Federal, para que sus elementos conocieran a detalle las condiciones laborales, salariales y de prestaciones sociales que tendría su adscripción a la Guardia Nacional.

Empero, en este proceso de integración de la Policía Federal a la Guardia Nacional, reinó la indolencia, la desatención de formalidades elementales, el traspaso opaco y humillante, la discriminación, estigmatización y descalificación generalizada, las recriminaciones de indisciplina y de corrupción, y la acusación de que había una mano negra ocasionando este problema, pero como lo dice Beatriz Pagés, “la única mano negra que había era la de la imposición y la arbitrariedad gubernamental.”

Este desaseado proceder provocó que los elementos de la Policía Federal se inconformaran y demandaran respetar sus derechos como trabajadores, por lo que presionaron tomando los cuarteles y las casetas de algunas autopistas y enfrentaron el despropósito que hoy sufren por las inconsistencias del gobierno, que ha prescrito una cura que acaba con las defensas del cuerpo, antes que se perciba la mejoría.

Con irrebatibles pruebas empíricas, se ha dicho hasta el cansancio que la Guardia Nacional por sus lógicas castrenses, no actúa como un cuerpo de defensa ciudadana, como lo acreditan los choques de las últimas semanas con los migrantes. Esta circunstancia es grave, ya que la premisa ética de su formación empieza a resquebrajarse frente a los abusos cometidos, los magros logros, el incremento de la delincuencia y el recrudecimiento de la violencia.

Si a título de ciudadanos le pudiéramos hacer una pregunta al Presidente sobre la implementación de la Guardia Nacional, cuestionaríamos: ¿qué credibilidad tiene este nuevo cuerpo policial, que ahora presenta recursos ilimitados y un marco jurídico ad hoc en detrimento de la Policía Federal, que languidece por falta de recursos y estructura institucional?

¿Si hay corrupción, por qué no se castiga a los culpables?

¿Y si existe voluntad y racionalidad institucional, por qué no se acepta que los problemas de corrupción enuncian una descomposición institucional, que requiere una Política Anticorrupción de Estado?

Un remiendo punitivo, como la creación de la Guardia Nacional, que hasta ahora es un espejismo de control castrense, habrá de radicalizar el enfrentamiento con la delincuencia organizada, sí, pero dejará un Vía Crucis para la ciudadanía, a la que sólo le falta perecer en esta batalla, que reclama una verdadera transformación gubernamental e institucional.

La actuación equívoca en la implementación de la Guardia Nacional, por falta de un trabajo preciso, adecuado y provisto de los argumentos operativos, administrativos y procedimentales, debió ser el basamento de un verdadero cuerpo policial de defensa ciudadana y de racionalidad gubernamental.

La evidencia de fondo de esta problemática estriba en que el gobierno jamás ha entendido que la planeación democrática del Estado se funda en la Inteligencia social e institucional y que es indispensable su ejercicio efectivo y fortalecimiento para construir marcos jurídicos y conceptuales capaces de desentrañar las verdaderas causas de la descomposición policial y de la pérdida de confianza de la ciudadanía en estos cuerpos. Proceder de esta manera, es lo único que puede impedir la erosión de las instituciones policiales y garantizar abatir la inseguridad y revertir la indefensión ciudadana.

El desastre de la Guardia Nacional es la crónica de una impericia gubernamental anunciada, que tras el maquillaje político, ha hecho del pragmatismo de Estado un verdadero cáncer social.

Agenda

  • El Dr. Carlos Urzúa renunció a la Secretaría de Hacienda. En un duro texto esgrime su contundente desacuerdo en materia económica; en la toma de decisiones de políticas públicas que se hacen sin sustento, sin evidencia, sin cuidar los efectos que pudieran tener y sin estar libres de todo extremismo de derecha o izquierda; y por la imposición de funcionarios que involucran conflicto de intereses o desconocimiento de la Hacienda Pública. En su lugar, fue designado el hidalguense Mtro. Arturo Herrera Gutiérrez.
  • El Congreso del Estado de Baja California decretó la ampliación del mandato del gobernador electo, de dos a cinco años, lo que resulta escandaloso, aberrante y vergonzoso. El poder legislativo pasó por alto el derecho de los ciudadanos de elegir a sus gobernantes; y asumiéndose como dueño de la voluntad popular, autorizó tres años más de gobierno, al margen del mandato popular y democrático. Este hecho violento y criminal, muestra el tamaño de la descomposición de la clase política y la impunidad de los partidos políticos, al consentir que sus bancadas atropellen el orden constitucional vigente.

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