En México profesamos una extraña fascinación por el Estado de derecho. Políticos, empresarios y académicos lo invocan a la menor provocación: su ausencia sería la explicación a nuestros problemas, su imperio constituiría la solución para todos ellos. En el imaginario es un “estado” ideal en el cual funcionarios y ciudadanos acatarían meticulosamente la ley y tendrían por ello un comportamiento virtuoso.

A pesar de estas ideas ampliamente compartidas, la realidad muestra que pese a los profundos y continuos cambios al marco normativo e institucional, el panorama nacional se muestra tercamente reacio a ese modelo ideal. En prácticamente todos los índices internacionales que miden el Estado de derecho, México aparece siempre a media tabla. No tan mal como otros, pero lejos de donde quisiéramos estar. Encuestas nacionales relativamente recientes muestran una ambigüedad aún mayor: los mexicanos mayoritariamente reconocen que la ley se debe respetar, pero al mismo tiempo confiesan que ésta se cumple poco o nada, que la violamos porque nadie nos castiga, o simplemente por “nuestra mentalidad”. Según la Encuesta nacional de cultura constitucional (UNAM, 2011) 92% de los mexicanos dice que conoce poco o nada de la Constitución. Al mismo tiempo, 80% cree que ésta tampoco se respeta. Curiosa paradoja, creemos que no se cumple lo que al mismo tiempo desconocemos.

Las razones sobre nuestra incapacidad probada para construir el Estado de derecho son aún precarias. Para algunos se trata de un problema cultural y secular. Desde que nacimos como nación existiría una disociación entre la ley como aspiración y el fracaso recurrente para lograr que ésta regule efectivamente las conductas. Para otros la explicación tiene que ver con otras cuestiones, tales como el contenido mismo de las leyes que, hechas a placer y sin método, fracasan por sus problemas básicos de diseño o de comprensión de los problemas que pretenden resolver. Estudios recientes ofrecen nuevas pistas. Existe una correlación entre el grado de desconfianza a las autoridades e instituciones, y los comportamientos que se alejan de la ley. Dicho de otro modo, hay una diferencia aceptada entre normas y práctica, en particular cuando existe una razón que la justifique, y esa razón suele ser la falta de confianza. Si la mayor parte de los ciudadanos consideran que quienes menos cumplen la ley son los políticos y los policías, ¿qué incentivos existen entonces para adecuar su conducta a la norma?

El problema es complejo y no tiene una solución sencilla. Nos hemos empeñado en socavar las pocas instituciones que han sido capaces de generar confianza. Pienso por ejemplo en el IFE, que parece condenado a transformarse en una hidra de varias cabezas, o el IFAI, que no sale de su marasmo. Todos hemos contribuido, los que a gritos mostraron su desconfianza, como aquellos que en cálculos de corto plazo decidieron derrumbar lo ya construido.

Hoy enfrentamos el reto de construir una indispensable reforma fiscal. El Estado mexicano necesita incrementar sus raquíticos ingresos tributarios para redistribuir y alentar el crecimiento. Sin duda, ninguna medida impositiva nueva es fácil de asimilar, en especial para quienes la deben pagar, pero a esta dificultad se suma el poder corrosivo de la desconfianza. Reconocemos los derechos pero no las obligaciones, particularmente porque no creemos en quienes administran ni en cómo se gastan esos recursos. Quizá estamos frente a una oportunidad de construir, mediante amplios acuerdos políticos, condiciones que favorezcan una mejor y efectiva rendición de cuentas del destino y uso de los nuevos impuestos. Este sería un paso crucial si queremos, de verdad, construir con base en la confianza un verdadero Estado de derecho.

Fuente: El Universal