Por Jaime Hernández Colorado

La presencia de Nora Rabotnikof en varios campos de las ciencias sociales en México ha sido permanente desde hace décadas —y seguirá siendo—. La lectura y elaboración sobre Max Weber, que ocupa buena parte de su obra, suele ser una de las principales referencias de sus escritos. Sin embargo, los alcances de su interpretación de varios clásicos de la teoría política, en específico en torno al concepto de lo “público”, es quizás su aportación más acabada, pues se emplea en diferentes disciplinas.

Han sido varios los textos que la profesora Rabotnikof dedicó a ayudarnos a entender el problema de lo público. Destacan En busca de un lugar común. El espacio público en la teoría política contemporánea (México, IIF-UNAM, 2005), “Lo público y sus problemas”, “Discutiendo lo público en México” y “Los sentidos de lo público”, ambos en dos libros coordinados por Mauricio Merino (¿Qué tan público es el espacio público en México?, y Ética Pública).

Esas aportaciones han sido eje transversal para un cúmulo de investigaciones sobre temas muy diversos. No es posible pensar, por ejemplo, en la escuela que se desarrolló en la División de Administración Pública del CIDE, entre 2003 y 2021, sin detenerse en que buena parte del conocimiento generado en el ámbito de rendición de cuentas, transparencia y combate a la corrupción se asentó en las ideas de la profesora Rabotnikof acerca de los atributos de lo público. Es decir: lo que es común, lo que representa el interés general frente a los intereses particulares; lo que es visible, manifiesto, frente a lo que es oculto, oscuro u opaco; y lo que es abierto, de lo que no se puede discriminar, frente a lo que es cerrado, que admite clausura.

Es sencillo relacionar esos sentidos de lo público con mucho de lo que se ha escrito sobre rendición de cuentas, transparencia y responsabilidad pública, al menos en las últimas dos décadas en México. Desde luego, el alcance de la obra de Rabotnikof excede estos temas, porque se ha utilizado para hablar de desarrollo urbano, participación ciudadana o incluso seguridad pública. Sin embargo, la utilidad de sus ideas para explicar —y entender, en alguna medida— el ser y el deber ser del funcionamiento de las instituciones del Estado ha residido en tres ejes fundamentales. Primero, que son una de las pocas herramientas para aclarar a las personas funcionarias que lo público no es suyo. En segunda instancia, que la concepción “moderna” de la división público-privado nació junto con el Estado moderno —así que no es “una moda”, como es frecuente escuchar—. Y, finalmente, que lo público no debería seguir tratándose como botín de guerra al ganar elecciones, a riesgo de que terminemos afectados todos, incluidos los “vencedores”. Las ideas de la profesora Rabotnikof también han sido útiles para insistir en que, como decía Jesús Reyes Heroles: “el gobierno ciego y sordo, aun eficiente, sigue siendo ciego y sordo”.

En otro sentido, por ejemplo, sin el anclaje en los sentidos de lo público, no sería posible entender a la corrupción como un problema público, porque se manifiesta de formas diversas en las instituciones públicas, sucede mediante intercambios y comportamientos en redes entre personas funcionarias públicas, que manejan presupuestos públicos, que ejercen el poder público, atendiendo problemas públicos y que deberían estar sujetos a la vigilancia, acompañamiento y exigencia públicas. En suma, la corrupción entendida como un problema de captura de lo que nos es común: puestos, presupuestos y decisiones públicas, que es la idea básica discutida por el profesor Merino desde hace varios lustros. No es exagerado utilizar de más el adjetivo, porque es una de las improntas de la profesora Rabotnikof en los estudios de administración pública: por eso hemos logrado entender y explicar que es importante la vigilancia y es importante la exigencia de cuentas, sostenidas ambas en el principio de publicidad kantiano.

Esas reflexiones llevan a otro tema destacado en el trabajo de Rabotnikof: los alcances de la ética pública. No es difícil identificar en su propuesta el anclaje en la distinción weberiana entre ética de responsabilidad y ética de convicción que, a pesar de ser una discusión de más de un siglo, sigue planteando problemas de entendimiento entre las personas servidoras públicas electas o no. Todavía hoy aparecen casi a diario declaraciones de funcionarios doliéndose porque “se les limitan sus derechos”, por no poder decir cualquier despropósito sin sustento, sin entender la diferencia entre lo público y lo privado. Y tampoco el trecho que hay entre el estatuto de derechos de las personas comunes y las personas servidoras públicas. Sin entender tampoco que el trabajo público no es obligatorio, sino una decisión individual. Así que a quien no le gusten las reglas a las que debe sujetarse, tendrá que buscarse un empleo fuera del ámbito público. De ahí que no necesariamente sea un llamado para todas las personas, si pensamos en la larga explicación de Weber en “La política como vocación”.

Otro tema en que se puede reconocer la influencia de la profesora Rabotnikof es el de la participación ciudadana en los asuntos públicos, manifiesta en acompañamiento, vigilancia y exigencia. Pero, como se sabe, para que suceda la participación ciudadana son necesarias condiciones de base que materialicen los atributos de lo público. Porque para opinar es necesario conocer y para conocer es necesario ver. De nuevo, se trata del principio de publicidad.

Conviene decir que la obra de Nora Rabotnikof ha tenido una lectura propositiva desde la investigación aplicada en administración y políticas públicas. En términos generales, lo que se ha intentado es recuperar sus ideas para proponer una mejor forma de hacer gobierno, un modo de funcionamiento de las administraciones que sea cercano a las personas y que sea la base para que lo público siga resistiéndose a la captura a la que lo tienen sometido grupos y facciones —los intereses privados sobre el interés público. En suma, un viraje hacia reconocer la esencia de lo público y asentarlo como la base de las relaciones políticas y como herramienta para hacer fuertes a las instituciones y al Estado mismo. Sin embargo, se trata de un viraje poco probable si reparamos en que lo público se entiende siempre en colectivo, mientras lo que prima desde hace varias décadas es la visión individualista —propia del programa intelectual del neoliberalismo— en casi todos los ámbitos de la vida, y la política no es la excepción.

A veces se piensa que ya no hace falta discutir los límites de lo público y lo privado, pero eso es tan falso que cada día se lee o escucha a personas funcionarias públicas que no logran asimilar, por más fácil que parezca la distinción, que, en el ejercicio de su trabajo, a pesar de que las pasiones no se pueden eliminar, sí deben sujetarse a una razón superior a la individual, que es el interés general. Porque cada comportamiento que privilegia el sentido individualista en el servicio público pasa por encima de los límites de la ética pública y contribuye a la debilidad del Estado.

Volver a la obra de Nora Rabotnikof seguirá siendo obligatorio mientras haya discursos que intenten convencernos de que a lo público es posible ponerle precio, venderlo y repartirnos la ganancia, que las instituciones pueden ser un cajero automático y que los derechos se compran en el supermercado.

Fuente: Blog de la Revista Nexos