Fue un virus desconocido, mortal y altamente contagioso el que llegó a México en enero de 2020. Cobró su primera víctima mortal el 18 de marzo y el día 30, el Consejo de Salubridad General declaró la emergencia sanitara por “causa de fuerza mayor”, 20 días después de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) la hubiese decretado para el mundo.
Empezábamos tarde, pero teníamos tres meses de ventaja para aprender de todo aquello que estaba pasando en Asia y dos más de lo que pasaba en Europa. La obcecación del presidente López Obrador, sin embargo, mandaba esperar, “no alarmar”… e ignorar las lecciones porque “los mexicanos somos una raza resistente”.
La ansiedad, depresión y sobre todo, la falta de apoyos económicos para quedarse en casa, obligó a quienes eran cabeza de familia a salir diariamente, en pleno contagio, a buscar el sustento, ganando menos en una economía deprimida.
El entorno urbano de municipios hacinados, con largos trayectos en un transporte público repleto, fue el escenario privilegiado del contagio y a su vez, las viviendas se convirtieron en el sitio nuclear de la resistencia a la calamidad: en los hogares se aguardaba, se procuraba “quedarse en casa”, se educaba, se cuidaba a los débiles y se atendía a los enfermos, sustituyendo y subsidiando al sistema de salud, al educativo, al de protección y a los empleadores privados.
Como nunca, los más pobres tuvieron que destinar más dinero al cuidado de su salud ante el gran fracaso del INSABI: en 2022, el 10 por ciento de los hogares más pobres gastó 2 mil 243 pesos, un 74 por ciento adicional, ningún otro segmento de la población vio un incremento del gasto en salud de tal magnitud. Los más pobres gastan (han gastado) mas en salud en y después de la pandemia.
La decisión del señor López Gatell para hacer pocas pruebas diagnósticas, no solamente fue un elemento que contribuyó a la subestimación premeditada y permanente de la enfermedad entre los mexicanos, sino que constituyó también un factor que vulneró a la población más pobre. La ausencia de pruebas afectó más a la población desprotegida y a su mortalidad. El decil de la población más marginada registra la razón de una prueba por cada 100 habitantes, pero una letalidad de 16.1 por cada 100; en cambio, el decil de mayores ingresos registra la realización de 10 pruebas por cada 100 habitantes, frente a una letalidad de 9.3 por cada 100. Hacer pruebas, salva vidas.
Todo esto -la historia social de la pandemia- puede revisarse aquí (https://bit.ly/3wrqxzv) en un informe que, a mi modo de ver, tiene cinco columnas que lo plantan como el principal documento elaborado hasta hoy, sobre lo ocurrido en la pandemia: es la primera revisión del conjunto de la emergencia, de pé, a pá; se trata no solo de la reconstrucción sanitaria, sino también de una geografía de la pandemia y de su sociología, economía y política; cada afirmación está respaldada en datos, ninguna fuera de evidencia; se hace cargo del contexto material e institucional, pero sobre todo del puntual, detallado, conjunto de decisiones que fueron precipitadas por el gobierno, y, su respaldo cuantitativo es enorme, robusto y de fuentes oficiales. El uso simultáneo de estadísticas sanitarias frente a las sociales y económicas, arroja una visión que no teníamos: general, comprehensiva, multidisciplinar.
En esa medida, la investigación de la Comisión Independiente, responsable de este documento, presenta 400 cuartillas que retratan con exactitud la historia social y política de México en los últimos cuatro años. Algo mayor a una tragedia.
Fuente: Crónica