Esta semana, el Senado de la República votará el dictamen aprobado por la Cámara de Diputados que extingue 109 fideicomisos públicos. Esta decisión significa un golpe inusitado a la ciencia, la tecnología, el medio ambiente, el cine, la cultura y los derechos humanos. Se reducen las capacidades estatales para enfrentar de manera oportuna desastres naturales como los sismos o las inundaciones. Se profundizan las desigualdades entre la educación pública y la privada. Se deja a los periodistas amenazados de muerte en el cruel abandono. Se desmantela el financiamiento de centros públicos de investigación que impulsan educación igualitaria y de excelencia.

Por donde se vea, la decisión es una aberración. Y, sin embargo, se ha construido una narrativa con básicamente tres premisas: que los fideicomisos públicos son opacos y, por ende, fuente de corrupción; que estos recursos serán canalizados para atender las consecuencias de la pandemia, y que la centralización y control de los recursos no afectará a los sectores que han manifestado su enérgico rechazo.

Un fideicomiso público es un contrato mediante el cual un ente público destina y administra recursos para un fin determinado. Los recursos pueden provenir del erario pero también de aportaciones de fundaciones internacionales u organismos privados.

No son figuras perfectas, pero es falso que sean estructuras opacas y que sus recursos se utilicen de manera discrecional. Los fideicomisos públicos son sujetos obligados de transparencia. Las normas vigentes obligan a que toda la información relativa al manejo de estos recursos sea abierta al público. Se pueden consultar los informes trimestrales de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público y los reportes y minutas de los Comités Técnicos de cada fideicomiso con estructura.

Los fideicomisos públicos están sujetos a normas de fiscalización, lo cual permite saber si se cumplen o no con los objetivos para los cuales fueron creados y si estos se están utilizando de manera adecuada. Gracias a estos mecanismos de vigilancia se han detectado problemas en la gestión de recursos del Fideicomiso Mexicano del Petróleo o en el propio Fondo de Desastres Naturales. Hoy en día, las entidades de fiscalización superior tienen la facultad de investigar, para su corrección y sanción, cualquier posible irregularidad. Si hay fallas, la responsabilidad no está en el instrumento sino en sus vigilantes.

Se dice también que los recursos serán destinados a la gestión de la pandemia. Esto también es una falacia. La extinción de fideicomisos generará un costo financiero aún no contemplado por la incertidumbre sobre el manejo futuro de estos recursos. El dictamen es vago al respecto.

Hasta ahora, el gobierno federal no ha modificado un ápice de los proyectos de infraestructura considerados al inicio de la administración. Por el contrario, se han desdeñado propuestas como las que hemos impulsado desde la sociedad civil como el Ingreso Vital de Emergencia. Una medida temporal, orientada a paliar las secuelas sociales y económicas de la pandemia.

Finalmente, se ha insistido en que esta decisión no tendrá afectaciones, sin embargo, el dictamen facilita que estos recursos sean reasignados a otros rubros, no se permite el ejercicio multianual, no se indica que los fondos terminarán en el presupuesto de las dependencias o entidades afectadas, y no se incluyen garantías de rendición de cuentas. El Senado tiene en sus manos la enorme responsabilidad de legislar a favor de la cordura. Tiene la última palabra para evitar este vil y vulgar agandalle.

Por: @NosotrxsMX

Fuente: Animal Político