El proceso de selección de los dos nuevos ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha comenzado ya su etapa definitoria en el Senado de la República. Los seis aspirantes, tres varones y tres mujeres postulados por el Presidente de la República en dos ternas, hicieron sus presentaciones iniciales ante el pleno de los senadores el martes y ahora deberán comparecer ante la comisión de justicia de la misma cámara para ser cuestionados sobre sus trayectorias y posiciones, además de que, supuestamente, habrá una auscultación pública sobre los candidatos.
No recuerdo un proceso de nombramiento de ministros que alcanzara tanta exposición pública. Tradicionalmente, las vacantes de la Corte se habían cubierto en procesos cansinos y casi sin polémica. Los méritos o deméritos de los postulantes se habían, cuando mucho, discutido en las cuatro paredes de la comisión de justicia y apenas habían tenido repercusión en el debate público. Ni siquiera cuando las primeras ternas presentadas por Felipe Calderón, en las postrimerías de su mandato, para sustituir a los ministros Ortiz Mayagoitia y Aguirre Anguiano fueron rechazadas por el Senado, la discusión salió más allá de los círculos académicos y de los especialistas en el tema. Ahora, en cambio, la designación de los nuevos ministros ha alcanzado una relevancia pública muy saludable, pues la Suprema Corte tiene una enorme relevancia en la vida política, económica y social del país.
Fue el desafortunado nombramiento de Eduardo Medina Mora el que provocó que los reflectores de la opinión pública se enfocaran hacia el proceso de integración del máximo tribunal. Con ese antecedente, donde acabó imperando un acuerdo político coyuntural por encima de un proceso reflexivo y transparente de cara a la sociedad, diversos grupos se han movilizado para seguir de cerca el actual proceso. Una carta firmada por más de cincuenta mil ciudadanos ha exigido que no sean ni las cuotas partidistas ni los cuates de los políticos los que lleguen a la Corte y tanto la academia jurídica, la carrera judicial, las asociaciones de abogados y los analistas han intervenido de una u otra manera en la deliberación pública sobre el proceso de selección de los nuevos ministros.
En toda esta discusión, la Presidencia de la República ha mostrado los reflejos más torpes. Si bien el candidato favorito de la oficina presidencial para ocupar una de las vacantes tuvo que desistir y regresó a su escaño senatorial, a la hora de formar las ternas, el Presidente acabó enviando a un candidato que ha resultado un desastre. Resulta increíble que, con el clima de opinión creado en torno a los nombramientos y los reflectores puestos en el proceso, al ejecutivo se le haya ocurrido enviar en la terna de varones a un personaje tan evidentemente controversial como Alejandro Jaime Gómez, procurador del estado de México.
Cualquiera que revisara su trayectoria iba a notar el detalle de su vinculación con el oscuro episodio de Tlatlaya. La errática intervención de los agentes ministeriales a su cargo había sido cuestionada por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos como negligente y violatoria de los derechos humanos por no haber preservado la escena. Además, a la luz de las investigaciones posteriores, que llevaron a consignar a varios militares por los hechos, con sus declaraciones del 17 de julio de 2014 —cuando afirmó que “no hay evidencias para suponer que las 22 personas que perdieron la vida por disparos de miembros del Ejército Mexicano, registrados el 30 de junio en el poblado Cuadrilla Nueva del municipio de Tlatlaya, hayan sido ejecutadas o fusiladas como algún medio de comunicación lo refirió” y se explayó en defensa de la versión oficial del enfrentamiento como única causa de las muertes— pudo haber cometido un delito de encubrimiento.
Ahora, ante el pleno del Senado, sale a decir que los agentes bajo su mando actuaron con diligencia, que si algún error cometieron fue por lo complejo del caso y que la escena fue alterada, de acuerdo con la recomendación de la CNDH, por los integrantes del ejército. Excutatio non petita, accusatio manifesta, dice la antigua locución latina. El pretendiente a la Corte salió a tratar de hacer control de daños, pero fue tan infortunado en su intervención que no sólo no logró sacudirse la responsabilidad que le corresponde en el procesamiento de las ejecuciones de Tlatlaya, sino que muy probablemente el Gobernador Eruviel Ávila deberá prescindir de sus servicios de fiscal, ante la animadversión que seguramente habrá despertado ya entre las fuerzas armadas.
Nada tiene que hacer Alejandro Jaime Gómez como aspirante a la Corte. Pero el descuido en las postulaciones no se limita a su nominación. Peña desaprovechó la oportunidad para aumentar el número de ministras, pues sólo una de las ternas está integrada por mujeres. Si ya preocupaba la trayectoria de una de ellas, Verónica Judith Sánchez, por las sanciones disciplinarias que ha recibido del Consejo de la Judicatura, las intervenciones en el pleno dejan una sensación de falta de nivel de las aspirantes para ocupar el cargo: Norma Piña mostró algún destello de calidad en su exposición, mientras Sara Patricia Orea Ochoa se presentó balbuciente. Pareciera que el ejecutivo seleccionó con desdén a las aspirantes, sin considerar a las brillantes juristas que hay en la academia y en la judicatura.
Sólo Javier Láynez hizo una exposición a la altura de lo esperable de un juez integrante de un tribunal constitucional, con razonamientos teóricos complejos y bien elaborados. Álvaro Castro, por su parte, estuvo formalmente correcto, sin brillo, y puso sin ambages sus cartas sobre la mesa: de ser nombrado, sería el sucesor del muy conservador ministro Mariano Azuela Güitrón, así que los senadores no se pueden llamara a engaño y ya se sabe qué se puede esperar de él.
Desde luego, un discurso no puede ser el criterio para decidir los nombramientos. Es necesario que la comisión de justicia examine con cuidado las trayectorias de los aspirantes y los cuestione a fondo sobre sus conocimientos y sus criterios jurídicos. También es importante que se tomen en cuenta los resultados de la auscultación, con la prudencia necesaria para no dar por buenos señalamientos infundados. La legitimidad de la Suprema Corte, y de toda la judicatura, está en juego.
Fuente: Sin Embargo