La reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal se atascó en el Senado. Con la excepción de Calderón, cada presidente al iniciar su encargo propuso modificaciones a este instrumento. Esto les permitía organizar el gobierno con base en su visión y prioridades. El Congreso solía aprobar esas modificaciones sin demora. En esta ocasión la historia fue diferente. Aunque finalmente aprobada y devuelta a San Lázaro, la discusión llevó varias semanas de negociaciones y agrios debates. Examinemos las razones de esta situación.

La Constitución hace del presidente el jefe de la administración pública. Esta es una característica propia de un régimen presidencial. Sin embargo, la propia Constitución establece que la organización de la administración deriva de una ley, es decir, de un acto del Congreso. Este diseño constituye un contrapeso que, sin embargo, no es una carta en blanco para los legisladores, pues su intervención debe ceñirse a los parámetros que establece la propia Constitución.

La Suprema Corte de Justicia ha establecido en diversos precedentes que la intervención del Senado en los nombramientos de funcionarios de la administración pública requiere de una disposición constitucional expresa, pues se trata de una excepción al régimen de división de poderes y a su facultad de designarlos y removerlos libremente. El caso más reciente fue el de Cofetel, del cual derivó una reforma constitucional que permite la ratificación por el Senado de sus comisionados.

El bloque PAN-PRD reiteró que no se trataba de una oposición a que Peña Nieto organizara su administración, pero que era indispensable incorporar “controles democráticos” respecto de ciertos funcionarios, en particular el comisionado Nacional de Seguridad (cargo que por cierto no existe en ley alguna) y el secretario ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. El PRI se opuso a esta consideración pero cedió después. Sin embargo, argumentó con razón —y aquí se rompió la negociación— que esta ratificación requería de una reforma Constitucional.

Importa destacar dos hechos. El primero: que el argumento de la necesidad de controles democráticos, por loable que sea, no es suficiente para salvar el problema de constitucionalidad. Al ignorarlo los legisladores olvidan su deber de respetar la Constitución. El Presidente podría vetar la ley, pero es poco probable que lo haga. También pueden activarse los mecanismos de control constitucional (acción o controversia según sea el caso) ante la Suprema Corte que en nada contribuiría a la estabilidad de la función de seguridad, tan crítica en estos momentos. Si la Corte es congruente con sus precedentes seguramente otorgará la razón al PRI.

Más allá de la cuestión jurídica, conviene preguntarse si la ratificación del Senado constituye seriamente un control democrático. En realidad se trata de un simple veto. En ningún caso la ratificación conlleva una corresponsabilidad del Senado en la supervisión del desempeño del funcionario o en su capacidad de removerlo, facultades que permanecen en manos del presidente. El Congreso puede llamar a los funcionarios a cuentas, pero esta atribución ya está contemplada en el artículo 93 de la Constitución con total independencia de la ratificación. El instrumento más importante de control del Congreso es el juicio político, pero la inclusión de estos funcionarios en la ya larga lista del artículo 110 constitucional ni siquiera está a discusión. Estamos ante un nuevo juego de pirotecnia legislativa y de construcción de vetos sin corresponsabilidad. Ninguna de las dos contribuye seriamente a la rendición de cuentas.

Fuente: El Universal