Sergio López Ayllón y Pedro Salazar Ugarte

El sistema penal acusatorio adquirió plena vigencia hace apenas un año, y ya se activaron los detractores. Lo preocupante es que las voces más críticas provienen de quienes fueron sus principales promotores. Algunos de ellos eran legisladores cuando las nuevas reglas fueron aprobadas. En su momento celebraron al sistema como un parteaguas que nos liberaría de los lastres del sistema acuñado en los tiempos del autoritarismo y que, según sus propios dichos, era foco de impunidad e injusticia. La memoria pueda ser corta, pero los registros de sus palabras existen.

Para colmo, algunos de esos críticos son gobernantes en funciones —encabezados por el Jefe de Gobierno de la CDMX— que tienen como una de sus responsabilidades asegurar la prevención, investigación y persecución de los delitos bajo los principios y reglas del nuevo sistema. Según sus dichos, garantizar la seguridad se ha vuelto cada vez más difícil por culpa precisamente del nuevo modelo. Una falacia que, plagada de lugares comunes que a fuerza de repetirlos se convierten en verdades, sirve de comparsa a la incapacidad institucional. No conocemos datos ni análisis públicos que soporten sus afirmaciones

El nuevo modelo penal es complejo pero responde a un diagnóstico adecuado y se orienta hacia una transformación de fondo. Supone modificar las prácticas de todos los operadores jurídicos para contar con un sistema penal acorde con un Estado Democrático. Su implementación es responsabilidad de los gobiernos que ahora quieren revertirlo para repetir “soluciones” que ya probaron su ineficacia. Lo cierto es que los índices de criminalidad no han dejado de aumentar desde mucho antes de que entraran en vigor las nuevas normas. El problema de fondo está en la ausencia de capacidades de investigación, de policías bien formadas y profesionalizadas, de la falta de peritos dignos de ese nombre y las falencias de los ministerios públicos. En suma, necesitamos un sistema con responsabilidades y competencias bien definidas, así como una adecuada rendición de cuentas.

Por eso, en lugar de dar marcha atrás, lo que México necesita es revisar a fondo el conjunto del modelo de justicia penal. Esa es la finalidad de los foros que, desde hace semanas, han emprendido el CIDE, el IIJ-UNAM y el Inacipe (@construyamosjusticia). La iniciativa ha concitado la participación plural de interesados y expertos en todos los rubros. Existen preguntas básicas que no tienen una respuesta clara: ¿quién debe conducir la investigación? ¿quién determina la política criminal? ¿cómo asegurar la profesionalización de fiscales, policías y peritos? ¿cuáles deben ser los pesos y contrapesos del sistema? ¿cómo homogenizar los procesos y los sistemas para ofrecer una justicia de calidad en todo el país? Las conclusiones buscan apuntalar —no revertir— los cambios  de la reforma penal mediante un ejercicio que considere el problema en su integralidad.

La impericia y la desidia no pueden derrotar un esfuerzo de transformación institucional indispensable. Lo mismo vale para el escepticismo y la desconfianza. Todas esas pulsiones, en lo individual pero sobre todo en su conjunto, son aliadas de un status quo en el que germinan abusos, injusticias e impunidades. Por eso, aunque parezca un contrasentido, tenemos una crisis de seguridad que ya dura décadas y debemos redoblar el paso para repensar el modelo de justicia penal en su integralidad y asegurar que exista una articulación adecuada de todos sus eslabones. Lo que tenemos hoy son piezas, normas y acciones aisladas que lejos de contribuir a una acción eficaz diluyen las responsabilidades. Cualquiera que sea la solución requerirá de tiempo y políticas sustentables. De no hacerlo, nos condenaremos a más de lo mismo.

Fuente: El Universal