A fines del siglo pasado, con el surgimiento de una serie de equilibrios en la vida política del país, surgió la figura del ciudadano-cliente, receptor de bienes y servicios del Estado.

Asimismo, a un nivel más complejo, se hizo evidente que una democratización política no era suficiente, si no se veía reflejada en una relación más horizontal y directa entre el Estado y las personas, basada además en principios como la transparencia y la rendición de cuentas.

Cuando el individuo deja de ser un súbdito para convertirse en un ciudadano, la responsabilidad de quienes ostentan un cargo público se acrecienta sustancialmente, puesto que no existe otro factor que dé legitimidad a su ejercicio del poder, si no es el de apegarse a una serie de valores y actuar teniendo como fin último el interés de la sociedad.

Este cambio de paradigma sorprendió a muchos funcionarios, independientemente de su nivel jerárquico o de su adscripción en los ámbitos federal, estatal o municipal del gobierno, acostumbrados a una percepción patrimonialista de sus funciones, a un grado de autonomía y discrecionalidad prácticamente ilimitado y a una actitud laxa respecto a los principios de la ética pública y de la obligación de hacerse responsables de los resultados de sus actos.

En la teoría económica se dice que la convivencia entre gobernante y gobernado se da en el marco de limitaciones formales —leyes y normas—, e informales, las cuales son reglas que nunca han sido ideadas conscientemente y que a los miembros de una sociedad les interesa observar.

Pues bien, desde mi perspectiva, las limitaciones informales en nuestra realidad actual están definidas por una expectativa de comportamiento íntegro y honesto de los actores de la sociedad. Este cambio es aún incipiente y así hay que entenderlo; su consolidación tomará tiempo, pero hay que contribuir a que se desarrolle en todos los ámbitos.

Desde la relación que entablan los escolares hasta el cumplimiento de la palabra dada, nuestra sociedad se ha ido sensibilizando hacia el valor real que tiene la integridad, la dignidad y el respeto. Baste reflexionar sobre cómo eran, hace 20 años, las percepciones acerca de asuntos de género o minorías.

En el ámbito gubernamental, estas limitaciones informales, se reflejan en la aparición del consenso existente respecto a la necesidad de un cambio de fondo y de lo indispensable que resulta la credibilidad para dar fundamento a la acción estatal.

Un funcionario que pretenda desempeñarse en este ambiente tiene que ser sensible a estos factores: no hay cabida para una concepción caduca. Es necesario visualizar a lo público como una casa de paredes de cristal, donde todo lo que se haga puede y debe ser sujeto al escrutinio de la ciudadanía, y en la que toda decisión debe estar sustentada en la persecución del bien común.

Fuente: El Universal